Por Manuel Mateo Pérez (El Mundo)
La primera gran ruta turística del sur de España nació a lo largo del siglo XIX en los libros de los viajeros románticos. Obsesionados por el orientalismo, por las leyendas de amores...
...contrariados, por la presencia de bandoleros buenos y gobernantes malos, aquellos viajeros extranjeros —ingleses y franceses sobre todo— marcaron sobre el rugoso mapa de Andalucía un apasionado itinerario entre Cádiz y Málaga al que estaban llamados todos aquellos que presumieran de poseer un espíritu aventurero.
La ruta daba la espalda al océano y a la mar, y se adentraba tierras adentro por la aspereza de las sierras y los barrancos, por mitad de un luminoso paisaje vertical que los pintores y grabadores de la época llevaron a sus cuadernos y sus libros de dibujo. La ruta de los Pueblos Blancos comienza en Arcos de la Frontera y termina en Ronda. O al revés. La emoción, de una u otra forma, es la misma.
Hoy, muchas décadas después, aquella ruta sigue conservando el aura romántica de entonces, y aunque el orientalismo se ha difuminado y los bandoleros dejaron de pulular por estos montes, sus pueblos y ciudades parecen haber pactado con el tiempo para que todo continúe igual que entonces.
Establezcamos un inicio. Situémoslo en Arcos de la Frontera, sobre una abrupta peña ceñida por las aguas del río Guadalete. La ciudad más blanca de Cádiz ha ejercido a lo largo de la historia como prototipo perfecto de los pueblos blancos del sur. Su barrio viejo es una maraña de calles estrechas, de plazas mínimas y casas encaladas.
En tiempos de la conquista cristiana, allá por el siglo XV, Arcos ejerció como límite de fronteras. De ahí, con toda probabilidad, le viene su apellido. Las leyendas, en cambio, llegarían siglos después, en aquellos tiempos en que la ciudadela se acicalaba con iglesias y conventos de tono barroco. Los amores entre la molinera y el corregidor hicieron correr ríos de tinta en las manos de los escritores extranjeros, que no tuvieron empacho en situar aquellos escarceos entre las esquinas y los patios perfumados que salpican el barrio viejo.
De aquellos posos no escapó la plaza del Cabildo, donde se levantan los edificios principales de la ciudad. A ella asoman el castillo que en otro tiempo fue árabe y la Iglesia de Santa María, el templo principal, que comenzó siendo gótica y abrazó con el tiempo otros estilos hasta convertirse en uno de los monumentos artísticos más importantes de la provincia de Cádiz. El balcón de la plaza es un mirador deslumbrante, una de las azoteas principales de Andalucía. Frente a los ojos del viajero moderno se extiende un paisaje ancho, de lomas femeninas, cortijadas diseminadas por mitad de los cerros bajos y los meandros del río buscando con ansiedad la cercanía del Atlántico.
Hay algo que hermana a todos los pueblos blancos: la obligación de perderse entre sus calles. Así, con un poco de suerte, si aún continuamos en Arcos tropezaremos tarde o temprano con la Iglesia de San Pedro o con el Convento de la Caridad, cuya elegancia barroca evoca la arquitectura colonial de Perú, Bolivia o Colombia. Pero habrá algo que nos llamará poderosamente la atención. Son las llamadas orejeras que abundan por toda la ciudad, pero que están más presentes en la calle Núñez de Prado, a un paso de la plaza del Cabildo. Las orejeras son hendiduras hechas entre los ventanales de las casas con el solo propósito de observar con mayor facilidad la escena de la calle, sin necesidad de girar en exceso la cabeza. Su misión no era otra que servir al chisme, al murmullo y al cotilleo.
RUMBO A LAS SIERRAS. Camino de la sierra de Grazalema, la ruta se interna por montañas y bosques que muy poco han cambiado desde los años en que fueron recorridos por los viajeros románticos. Grazalema es el corazón de la ruta, un singular trozo de la geografía sureña que entre otros muchos méritos ostenta el honor de ser el lugar donde más llueve de España. Por sus sierras la naturaleza ha legado rarezas botánicas como el pinsapo, un abeto prehistórico único en la península del que tan sólo quedan algunas manchas en este área protegida de la provincia de Cádiz y en la vecina Sierra de la Nieves, al sur de Ronda.
Pero no es sólo la belleza de su exaltada naturaleza lo que llamó la atención de aquellos caminantes del XIX. La ruta se adentra por algunos de los pueblecitos más bellos del sur, donde la arquitectura tradicional conserva la escala del hombre, la medida del tiempo y el respeto escrupuloso por el entorno. Los pueblos blancos de la sierra de Grazalema son copos de #nieve por mitad de un paisaje de explícito verdor. Los pueblos evocan en sus nombres su pasado andalusí y el continuo conflicto medieval por fijar endebles fronteras. Olvera, Setenil, Benaocaz o Benamahoma son algunos de ellos.
También lo es Zahara de la Sierra, cuyo caserío descansa a las faldas de un alto risco coronado por un torreón de época nazarí. Su semblante blanco y vertical se refleja en las aguas color turquesa del pantano que lleva su nombre y el de la vecina localidad de El Gastor. Sus casas, sus empinadas e imposibles cuestas, sus casas encaladas por primavera son una herencia directa de su pasado árabe. Las puertas son mínimas y las ventanas están enrejadas hasta el suelo. Al lado de estas casas populares hay otras que evidencian un mayor boato, casonas de rancio abolengo situadas la mayoría en la calle Ancha, espigada y serpenteante, abierta a miradores desde donde advertir la presencia constante del pantano y que acaba a los pies de la iglesia parroquial consagrada a Santa María de la Mesa.
Olvera queda próxima, entre campos sembrados de olivos y cerros de mediana altura. Sobre el pueblo se elevan los campanarios gemelos de la Iglesia de la Encarnación y, al lado, el viejo torreón nazarí, convertido hoy en un centro de interpretación de la vida en la frontera. Se diría que iglesia y torreón compiten por ver cuál de los dos es más alto. De lo que no hay duda es de que desde las almenas de la vieja fortaleza musulmana se divisa una de las vistas más impagables del norte gaditano, una ancha sucesión de cadenas montañosas, desfiladeros y barrancos, tiernos valles y caminos que, vistos desde aquí,constituyen una tentadora incógnita.
Setenil de las Bodegas guarda el encanto de sus casas protegidas por los grandes farallones rocosos que corren paralelos a un río de aguas estacionales y Benamahoma se abraza a la autenticidad de su pasado mimando una de las arquitecturas populares mejor conservadas de los pueblos de la ruta.
Pero es entre Zahara de la Sierra y Grazalema donde el itinerario despliega sus mayores encantos naturales. Zahara es el mejor punto de partida para internarse en los secretos del parque natural. La carretera trepa hasta el puerto de las Palomas. A un lado del camino nace el sendero que desciende hasta la Garganta Verde, una angostura de difícil y retador acceso por cuyas profundidades discurren las aguas frías del arroyo de los Ballesteros.
TIERRA ENCRESPADA. Kilómetros más adelante, el paisaje cambia con brusquedad. A un lado y a otro del camino se encrespan quebrados riscos, farallones y roquedales con formas afiladas y fantasmagóricas. A lo lejos se divisan las manchas del pinsapar donde se yerguen abetos de formas perfectas, arracimados en el circo que forma la sierra del Pinar. Esta área de reserva se extiende por un terreno escarpado de tres mil hectáreas, delimitada por el triángulo geográfico que forman las poblaciones de Zahara, Huerta de Benamahoma y Grazalema.
Una carretera zigzageante y estrecha desciende hasta Grazalema. A la sombra de la peña de San Cristóbal, el pueblo que da nombre y sentido a la sierra resume su caserío en un puñado de calles de asimétrico trazado y una plaza donde toma asiento la iglesia octogonal de La Aurora, fechada en el siglo XVIII y convertida en un delicado relicario barroco. En el barrio alto, frente a los bosques de pinares y las cumbres desdentadas, se halla la pequeña Iglesia de San Juan, levantada sobre una vieja mezquita árabe. En las calles del centro hay tabernas y posadas que están abiertas desde principios del siglo pasado. También hay tiendas de artesanía tradicional donde venden mantas y tejidos de lana merina de vivos y llamativos colores.
Villaluenga del Rosario y Benaocaz anuncian la proximidad de la ciudad de Ronda. Atrás quedan las rugosas y ásperas sierras. El paisaje comienza a suavizarse, a ondular los cerros, a apaciguarse. Pero es sólo una errónea impresión. De pronto aparece Ronda, sesgada por un violento navajazo. El Guadalevín, al que los árabes le dieron el dulce nombre de río de la leche, amputa en dos la ciudad.
Al principio, el río desciende con docilidad hasta que sus aguas hocican en los farallones de roca que se levantan como sombras a los lados del tajo. Al final, el agua se despedaza en mil partículas, dibujando una elegante cola de caballo que termina perdiéndose entre los cauces y las orillas. De esta forma, Ronda queda dividida en dos: la ciudad vieja y la ciudad nueva. El Puente del Tajo, proyectado en su día por Juan Martín de Aldehuela, une las dos ciudades desde la segunda mitad del siglo XVIII. Noventa y tres metros lo separan del lecho del río.
La ciudad vieja es romántica, silenciosa y tímida. La ciudad nueva es mundana y bulliciosa, muy andaluza y colorista. Hay en ella iglesias decimonónicas, hoteles donde se hospedaron y escribieron los viajeros que dieron fama universal a esta ciudad malagueña y hasta una plaza de toros considerada la más bella del mundo que cada mes de septiembre celebra sus famosas corridas goyescas.
La ciudad vieja es otra cosa. La calle Armiñán ejerce de columna vertebral. Más de un siglo llevan algunas tiendas de anticuarios abriendo sus puertas bajo los soportales de esta calle. En las antiguas almonedas, entre corredores y pasillos que conducen a patios privados, se apilan muebles de madera noble que pertenecieron en un tiempo a la aristocracia rondeña. Hay cuadros, sables, trabucos, pilastras y hornacinas carcomidas por el olvido y el tiempo.
La ciudad aristócrata está apresada en la plaza de la Duquesa de Parcent. A un lado queda el ayuntamiento. Sus dos plantas están enmarcadas por deliciosas galerías con arcos de inspiración mudéjar. A su lado se alza la capilla barroca de Santa María Auxiliadora. Metros más allá, un convento habitado por hermanas clarisas. Y presidiéndolo todo la Colegiata de Santa María, uno de los edificios más sobresalientes del vasto patrimonio rondeño. Por dentro, Santa María muestra dos estilos: el gótico está muy definido en la cabecera, en torno al altar mayor. El renacimiento se manifiesta a los pies, entre las columnas, los capiteles y las bóvedas llenas de esbeltez y gracilidad que por fuera enmarcan el monumento.
LA TUMBA DE ORSON WELLES. Las calles que bordean Santa María son estrechas y huidizas. Llevan nombres míticos: Moctezuma, el Gigante, los Tramposos... En torno a ellas se abren los palacios señoriales, las casas solariegas, las dependencias aristocráticas convertidas hoy en deliciosos restaurantes y encantadores hoteles que dan servicio a una clientela ávida de cultura, arte y sosiego.
Y es que Ronda tiene un poder hechizante. Poetas como Rainer Maria Rilke le dedicaron largas estrofas, y más recientemente Ernest Hemingway y Orson Welles compitieron en amistad con un Antonio Ordóñez, que hizo de la tauromaquia un arte de indescifrable interpretación. Tanto es así que Orson Welles decidió morir aquí. Su cuerpo reposa en la finca que la familia Ordóñez posee a las afueras de Ronda, al lado de un pozo, en una cripta custodiada por un castaño y un limonero.
- Callejón de las...
- La Casa del Rey...
- San Juan de Letrán...
...Monjas. El Callejón de las Monjas de Arcos de la Frontera discurre al lado de la iglesia de Santa María, cuya fachada principal mira a la plaza del Cabildo. Lo más sobresaliente de esta estrecha calle son los arbotantes levantados en 1699 para contrarrestar el empuje del muro de la iglesia principal.
...Moro de Ronda. Enaltecida por las casonas solariegas y los palacetes, a la calle Armiñán de Ronda le nacen otras callejuelas más estrechas y quebradas que bajan hasta la Casa del Rey Moro. La leyenda romántica reside aquí, entre el empedrado de los suelos, las cruces de los caminos y los ventanales confinados entre hierro y silencio. La Casa del Rey Moro, que la construyeron mediado el siglo XVIII, tiene un jardín donde reina el rumor del agua tibia, las plantas perfumadas y los azulejos de chillones colores. Entre el jardín se abre una escalera que es un misterio. Posee 300 peldaños que descienden hasta la orilla del Guadalevín. En los escalones se amontonan fábulas, cuentos y leyendas de amores despechados, caballeros de triste rostro y damas de olvidado recato.
...de Zahara de la Sierra. La capilla de San Juan de Letrán de Zahara de la Sierra no tiene ni 50 años. Fue construida sobre la anterior ermita y sigue los mismos postulados arquitectónicos de aquélla. Su interior es íntimo y silencioso. En un pequeño altar se yergue la talla del Cristo de la Vera Cruz que procesiona en días de Semana Santa por las calles del pueblo. Al lado de la capilla se levanta la torre del Reloj, fechada en el siglo XVI. Han pasado cinco siglos, pero sus agujas aún siguen marcando las horas y los minutos de un pueblo donde el tiempo se mide de una manera distinta. Al menos, de una manera más lenta y comedida.