lunes, 26 de junio de 2017

Para leer y debatir. Entrevista a Mary Beard sobre la Antigua Roma.

Para leer y debatir. El fin del trabajo.

A la mierda el trabajo

Por James Livignston


Para leer y debatir. Guillem Martínez sobre los tatuajes

Sobre los nómadas y los sedentarios

Por Guillem Martínez

El último grupo de aborígenes australianos sin contacto con el hombre blanco fue visto en 1932. Eran menos de diez personas. Hombres, mujeres, niños. En esta ocasión, el Estado quiso actuar con tacto, conscientes de que se trataba de una última vez. Los trató con cierta deferencia. Los trasladó a unas instalaciones, en las que les vistieron, les hablaron del Dios único --sin mucha pasión, esta vez-- y les alimentaron. Los aborígenes estuvieron en todo momento dóciles, si bien escaparon a las pocas semanas, de forma imprevisible. Lo hicieron desnudos, y sin llevarse comida u objetos. Es decir, lo hicieron como lo hacían todo.

Se sabe que los aborígenes, en ese sentido, no transportaban muchas cosas. En un clima y en unas condiciones extremas, no llevar peso era básico. Como los bosquimanos, otra cultura extrema, los aborígenes nunca llevaban nada, salvo sus armas. Se sabe que, aun así, practicaban el comercio. ¿Qué comercio puede practicar alguien que no transporta objetos y que rehuye llevar peso adicional? ¿Qué se puede intercambiar que no requiera transporte o ser transportado? ¿Qué objeto, que no pese, que no ocupe, se puede comprar o vender? La respuesta a todas estas preguntas es: pigmentos. Cuando dos grupos de aborígenes se encontraban comerciaban con pigmentos. De hecho, tras la transacción, se llevaban los pigmentos puestos, sobre el cuerpo. Un misionero galés explica que se sabía que un grupo de aborígenes había contactado y comerciado con otro porque llevaban sus cuerpos pintados. No tenían, en fin, otra cosa que sus cuerpos. Básicamente, su vida consistía en transportar sus cuerpos, en ocasiones pintados con pigmentos.


Por la ciudad en ocasiones veo un nuevo tipo de persona. Son, fundamentalmente, chicas. Visten de manera precaria. No tienen muchos ingresos, o no se los gastan en ropa. Pero, en un brazo, en los dos, o en las piernas, llevan tatuajes. Son no menos de unos 8.000 euros en tatuajes. Es decir, un dinero no gastado en objetos, sino en pigmentos. Los objetos son un engorro cuando no se dispone de casa. O cuando no se sabe cuánto tiempo se dispondrá de una. Un sofá, una mesa no son nada si no se dispone de la capacidad de desgastarlos. De estabilidad. De futuro. Esos brazos y piernas, en fin, orientan en la dirección de que muchos de nosotros no tenemos nada más que nuestros cuerpos. Y que, básicamente, y hagamos lo que hagamos, nuestra vida vuelve a consistir en transportar nuestros cuerpos, en ocasiones pintados con pigmentos.

Para leer y debatir: Juan José Millás sobre "Volver" de Almodóvar

Historias de apàrecidos

Por Juan José Millás

Raimunda Almodóvar, tía carnal de Pedro Almodóvar, ha asistido a lo largo de sus 80 años de vida a multitud de velatorios y ha ayudado a realizar el tránsito a más de un agonizante. No le importa contarme historias de difuntos a condición de que cambie los nombres de sus protagonistas, para evitar malentendidos con la gente de su pueblo. Encadena un relato con otro y reconstruye a velocidad de vértigo los árboles genealógicos de quienes nombra. A veces resulta imposible seguirla, pero su discurso posee propiedades hipnotizantes incluso cuando no sabes de qué o de quién habla.

"Mi madre", dice ahora, después de haber contado una complicada historia de maquis, "imploró al siervo de Dios, san Antonio, que sus hijos volvieran sanos y salvos. A cambio, ella ofreció vestir de marrón durante toda su vida y ser enterrada con el hábito de san Antonio. Y ese mismo día se buscaron las telas. Vistió de marrón hasta morir, y guardó la mortaja en un cajón, dentro de la cómoda, hasta que le llegó la hora. Yo tenía una prima, Ramona [nombre supuesto], novia de un tal Juan [nombre supuesto]. La madre de Juan murió con una promesa incumplida, la de una misa por las almas del purgatorio. La muerta se le apareció a mi prima. Estaba sacando agua del pozo y la vio sentada en el brocal. Las apariciones se sucedieron a partir de aquel día en distintos lugares. Consultó con los sacerdotes y le aconsejaron que le preguntara quién era, de dónde venía y qué quería. Así lo hizo, y entonces la aparición mostró su cara y dijo que quería una misa. Se hizo la misa y no volvió más. Yo estas cosas no me las creo, pero así sucedieron. A mí no me gusta hablar de fantasmas, sino de visiones. Hace 64 años había en Calzada una niña huérfana, Rafaela [nombre supuesto], a la que criaron los abuelos. Esta niña oía ruidos y veía una sombra. Los vecinos le dijeron que se enfrentara a ella y le preguntara lo mismo: quién era y qué quería. Así lo hizo, y la sombra, que resultó ser su madre, le dijo: 'Quiero que gastes el hábito de santa Rita, porque es una promesa que yo no cumplí' [por gastar hábito se entiende llevarlo hasta que se cae a pedazos]. El hábito de santa Rita es negro, con una correa negra y el escudo de la santa en el lado del corazón. Se lo pusieron siendo niña y no se lo quitaron hasta que se cayó en pedazos. Antes de ponérselo, claro, se bendice el hábito, el cordón y la correa. Todo eso ha sido vivido por mí. Por eso digo a todo el mundo que cumpla sus promesas, para evitar complicaciones a los vivos. Yo no creo que un muerto se pueda aparecer en figura, pero sí en sombra".

Raimunda Almodóvar y yo vamos en la parte de atrás de un automóvil conducido por Diego, hijo de María Jesús, una de las hermanas de Pedro Almodóvar, que ocupa el lugar del copiloto. Nos dirigimos a Calzada de Calatrava para encontrarnos con Antonia, la hermana mayor. A María Jesús no le gusta hablar de la muerte ni de los difuntos, rechazo que atribuye a un suceso de infancia que la dejó marcada para siempre. Cuenta que un día, al volver de la escuela, se asomó a una ventana que daba a la calle y vio un fantasma. Llegó a casa gritando que había visto un fantasma, y aunque en casa intentaron tranquilizarla asegurándole que no, que era un muerto, no hubo manera.

"Este muerto que dice mi sobrina", aclara Raimunda, "era un pastor que tenía carbunclo. Ella dice que le vio de cuerpo entero porque lo recuerda así, pero por la posición que tenía sólo pudo verle medio cuerpo. El caso es que lo trajeron al pueblo con una fiebre muy alta y murió. En Calzada no tenía a nadie, porque no era de aquí. Entonces yo llamé a un vecino para que me ayudara a prepararlo, pero le dio miedo, así que llamé a un muchacho joven y le pusimos una sábana prendida con alfileres sobre su propia ropa, porque no teníamos otra cosa, y quedó muy bien puesto el pobre hombre. Fue la primera mortaja que yo puse".

A la pregunta de cuántas mortajas habrá puesto a lo largo de su vida, responde ambiguamente: "Después de ésa…, ninguna; nada más que a niños, si muere algún niño. Los niños son gloria: les pones su tuniquita blanca y su coronita y quedan muy bien. También hice la mortaja de mi madre. Al pastor que le decía antes lo pusimos en el suelo de una habitación de la casa de su amo, sobre una sábana. Ahora decimos habitación, pero entonces decíamos alcoba. Las alcobas daban siempre a la calle y los pies del muerto se ponían mirando hacia la ventana. Le pusimos unas lamparitas y le cruzamos sus manecitas así hasta que vino su mujer y se lo llevaron a su tierra. Le pagó el entierro el amo. Ése fue el único hombre que yo vestí. A mí me imponían los muertos, pero era decidida. Si en la habitación donde se coloca el cadáver hay un espejo, se tapa o se le da la vuelta para que no se refleje porque no es bueno. Como la ventana de aquella casa era muy bajita, María Jesús se asomó y le quedó un trauma muy grande".

María Jesús es un poco claustrofóbica y ha dispuesto que la incineren, de lo que su madre (Paquita) no quería ni oír hablar. "¿Que te van a quemar como a los malos? Hija, no digas esas cosas". A Raimunda, sin embargo, no le preocupa la incineración.

-Si eso que se quema, el cuerpo, sólo es materia -asegura-. El alma no te la queman. Es la materia. Yo iba con mi abuelo el primero de noviembre al cementerio. Cada uno cogía un farol, la caja de las coronas y todo eso. Y cuando daban las dos se encendían todas las lamparillas y aquello era precioso y muy natural. Por la noche, la gente acudía atraída por el resplandor que salía del cementerio. Las tumbas se cuidan con naturalidad, como se cuida una casa.

-Yo -interviene María Jesús- tengo asociado el olor de la lejía con el de los muertos.

-Cuando murió mi hermano -continúa Raimunda-, a punto de cumplir los 17, yo tenía 14. Mi madre me tuvo dos años de luto riguroso. El primer año sólo podía salir de casa para ir a misa. A los dos años me hicieron un vestido de medio luto.

-Cuando a mi madre -dice María Jesús- la llevábamos con 80 años a El Corte Inglés para comprarle ropa, siempre decía que de negro no porque se había pasado media vida de negro.

-La gente -dice Raimunda- iba a los velatorios a cumplir. Se decía así, "vamos a cumplir". Los hombres se ponían en la cocina, que era muy grande, y las mujeres, en la habitación del muerto, con los dolientes. Pero por la noche, cuando se marchaban los que habían ido a cumplir, los amigos jóvenes de la familia empezaban a contar chismes o a hacer bromas con alguien que se había quedado dormido y que soñaba en voz alta. Se empezaba así y se terminaba a carcajadas. Estábamos un día en un velatorio, empezaron los jóvenes a hablar y saltó mi tía Justina [nombre supuesto]: "Tres dedos más arriba o tres dedos más abajo, siempre estáis hablando de lo mismo". Pero es que ella era la peor, porque contaba más chismes que nadie. El caso es que el velatorio acababa en juerga. Si el muerto había sido por la mañana, en ese momento se empezaban a matar las gallinas del corral para preparar el caldo. Al mediodía, ya está el cocido preparado con la gallina entera y su jamón. ¿Que moría durante la noche? Pues se ofrecía infusiones de tila y al día siguiente chocolate con churros. Alrededor del muerto siempre había mucha actividad, nunca te dejaban sola. Una amiga mía, no diré su nombre, se quedó dormida durante el velatorio y empezó a decir en sueños: "Que te estés quieto, que no tengo ganas, que ahora no". Si no la despiertan, lo cuenta todo. Muchas veces, los chistes empezaban así, porque alguien se dormía. Mi abuela era una mujer muy recta, pero cuando murió el abuelo, en su velatorio, estaba la pobre así, medio dormida, y empezó la tía Justina con sus cosas. Entonces, la abuela abrió los ojos y dijo: "Ay, hijas mías, tan rápido es el reír como el llorar, así que reíd lo que queráis". Yo no he visto mayores jolgorios que en los velatorios.

Mientras conversamos, el automóvil atraviesa un paisaje helado, yerto, en el que las extremidades de las vides rasgan el velo de bruma que cae sobre la tierra a modo de mortaja. Parecen brazos que lucharan por desenterrarse. Cruzamos Almagro sin tropezar con un alma, como si fuera un decorado. No advertimos, en este territorio fantasma, frontera alguna entre lo quimérico y lo real. Cerca ya de Calzada de Calatrava -el pueblo de los Almodóvar-, las vides alternan con grupos de olivos cuyos troncos se retuercen como si estuvieran sometidos a un fuego helado. La inmensidad del páramo recuerda a veces las grandes extensiones de algunos paisajes latinoamericanos. La ausencia de límites produce vértigo.

La calle donde se encuentra la casa familiar de los Almodóvar está desierta cuando aparcamos el coche. Afuera nos recibe un golpe de frío intenso y afilado, que atraviesa las sucesivas capas de ropa. Nos apresuramos hacia el interior de la vivienda, un espacio más profundo que ancho donde las habitaciones aparecen dispuestas en torno a dos o tres patios de muros altos. En una de las habitaciones del fondo de la casa, al lado de la cocina, encontramos a Antonia Almodóvar, la hermana mayor, que ha llegado antes que nosotros y ha encendido una gran chimenea donde arden dos gruesos maderos de encina.

Mi interés en hablar con Antonia, y en este escenario, no es otro que el de escuchar de su propia voz el relato de la muerte de su padre, que ilustra a la perfección las relaciones de aquellas gentes con el más allá. Esto fue lo que me contó: "A mi padre le habían dado año y medio de vida, y eso fue lo que duró. Durante ese tiempo lo ingresamos tres veces. A la tercera, el médico le dio el alta, tenía metástasis en la pleura. 'Ya voy arreglado', dijo mi padre cuando le dijeron que no hacía falta que volviera. Él vivía entonces con mi madre en Extremadura. Cuando estaba tan mal, ya en septiembre, porque él sabía que se moría, me llamó el viernes y me dijo: 'Antonia, vente, vente, que me quedan unas horas', todo esto bajo los efectos de la morfina, que le tuvo que pedir a un vecino que marcara el teléfono. Y me dice: 'Vente tú, que mamá está muy cansada y hay que preparar las cosas para el viaje'. Yo llegué allí a la una de la madrugada, y allí estaban, sentaditos los dos en el sillón: se pasaban las horas sentados porque él no podía respirar. Yo le corto las uñas y me pregunta si le voy a afeitar; le afeito y me dice: 'Ya va a ser la última vez que me hagas este servicio'. El sábado me dice que llame a tita Cecilia [su hermana] y le pregunte si está la casa del pueblo preparada. Llamo a mi tía y me dice que tiene la habitación preparada para la boda, como cuando él nació, con todas las cosas de la abuela. Mi padre dijo: 'Pues ha llegado la hora; llama a la ambulancia, porque si me muero antes de llegar os va a costar mucho dinero trasladarme'. Lo hicimos todo con mucho sigilo porque allí le querían mucho, y si se enteran de que sale habrían ido todos a despedirle. Aun así, cuando llegó la ambulancia había gente en la puerta para decirle adiós. Yo me senté a su lado, y mi madre, al lado del conductor. Había aquella noche una tormenta tremenda. Él me decía por dónde íbamos pasando. Ahora estamos aquí, ahora aquí… Llegamos a Calzada a la una de la madrugada y estaba mi tía esperando. Le ayudamos a salir de la ambulancia, a entrar en la casa, y nada más cruza el umbral dijo: 'Al fin, ya estoy en mi casa; perdona, hermana, en tu casa'. 'No, en nuestra casa', dijo ella. Curiosamente, nada más atravesar el umbral se le quitaron los dolores, pese a que sólo llevaba un pinchazo de morfina. Al entrar en la habitación dio un suspiro de alivio. Le pusimos el pijama, lo metimos en la cama y fue un relax total".

"El lunes lo pasó así, tranquilo. A las tres de la tarde le dije a mi madre: 'Voy a llamar a mis hermanos porque se va a morir'. Mi madre decía que no, que estaba tranquilo, que para qué molestarlos. Pedro y Agustín llegaron a las nueve de la noche y él se puso muy contento. Se levantó a hacer pis, volvió a meterse en la cama y dijo: 'Que Dios me mande una hora corta, porque ya he visto a mis hijos, ya me puedo morir en paz'. Yo tenía a mis hijos en Madrid y tenía que irme, y él me dijo que no, que si me iba 'no me verás morir'. Murió en la madrugada del martes, a las dos menos cuarto. A María Jesús no la dejé que pasara; pasé yo, le cogí las manos y le dije: 'Papá, papá, papá'. En la última fase llamaba a su madre y miraba a una esquina de la habitación, como si la viera, y decía: 'Madre, espera que ya voy'. Luego me decía a mí: 'Está ahí, esperándome'. Y así dio el último suspiro. Murió en la misma habitación que nació, en la misma cama que nació, totalmente en paz. Mi padre siempre dijo: 'Cuando yo muera no quiero que me toque nadie más que vosotras. Si me tiene que lavar alguien, que vestir alguien, que seáis vosotras'. Entre una prima mía [Remedios] y un tío mío lo levantaron y le pusieron el traje. Yo sólo le pude poner los calcetines porque no podía ponerle otra cosa, era muy corpulento. Lo que no pude fue besarle después de muerto porque cuando era pequeña murió una prima mía y antes de cerrar el ataúd nos dijeron que la besáramos, y yo sentí que ya no era ella, era como el mármol. Y entonces me dije: jamás besaré a un muerto, lo besaré de vivo; porque ese beso no es para él, sino para la muerte. Yo no asumí la muerte de mi padre, cogí una depresión, era muy joven, tenía los niños pequeños. Pedro me llamaba para darme ánimos. Me daba igual morirme o no. Y cuando mi madre, volvió a pasarme igual. Era como si mi padre se hubiera llevado medio corazón y mi madre el otro medio. Mi madre era mi confidente. Si te enseñan de pequeña que la muerte es tan normal como la vida, pues la muerte te parece normal. Mi madre nos llevaba a todos los velatorios; bueno, a mí, a mi hermana no. Cuando mi madre tenía alrededor de 50 años me dijo: 'Vamos a comprar la tela para la mortaja'. Y cuando mi hermana no estaba en casa, yo le probaba el hábito de la mortaja, que era de san Antonio. El cordón y el escudo lo compró mi hermano en la calle Postas. Lo guardamos en una caja, y adonde iba se llevaba su caja con la mortaja. Me decía: 'Si me muero fuera de casa cuida de que todo esté bien y de que vaya con la cabeza cubierta, que soy viuda. Revísame tú de todo porque María Jesús no puede hacerlo. No me pongas ni zapatos ni medias, que así voy más deprisa para allá'. Así que cuando murió en el hospital, yo cogí la caja, se la di a los de la funeraria y les dije cómo debía llevar todo. Cuando llegamos al tanatorio me dice Pedro que no tiene el manto. Se lo habían puesto por aquí debajo. Así que lo dijimos y se lo pusieron bien. Iba como ella quería y tenía una cara de satisfacción muy grande, parecía dormida".

"De los padres, te quedan tantas cosas en la cabeza… Siendo yo moza, mi madre me dijo: 'Mira, hija, si me llega a ocurrir algo, tú y tu hermana tenéis que gastar hábito por una promesa que hice durante la guerra'. Si no se cumplen las promesas, no te vas del todo, te quedas en el entresuelo; así que compré dos hábitos de san Antonio y le dije que desde ese mismo día empezara a gastarlos. Gastó los dos hábitos y cumplió ella misma su promesa. Pedro es el que más se parece a ella. Era muy inteligente, de cualquier cosa se forjaba una historia. Si le pedíamos que nos llevara al cine, nos llevaba a la puerta y reconstruía la historia de la película mirando las fotos de la cartelera".

"¿Y tú", le pregunto, "recuerdas alguna historia de aparecidos?".

"Donde mis abuelos, al subir al entresuelo quedaba un hueco en la escalera, a la derecha. Yo, al subir, siempre veía tres personas en ese hueco: un abuelo sentado con una garrota y otras dos personas. Nunca le dije nada a nadie, pero subía y bajaba corriendo. Eso me pasó de pequeña. Luego pasaron los años, veinte o más, y un día veo a mi abuela con unas fotografías en la mano y le pregunto quiénes son. 'Éste es mi padre', me dijo, y resultó ser el abuelo de la garrota. No pregunté por los otros dos. El padre de mi madre murió con 32 años, en un accidente; mi madre tenía tres años. Después de morir se le aparecía a su cuñado cuando trabajaba en el campo. El cuñado venía muy malo a casa. En el pueblo le dijeron que le preguntara qué quería. Le preguntó y le dijo que había ofrecido al patrón del pueblo una misa y no la había podido decir porque su vida había sido muy corta; que la dijera él, y que luego, después de decirla, quería despedirse de él a la puerta del cementerio, cuando fuera de noche. Lo hicieron todo tal como dijo y jamás se volvió a aparecer".

El término Volver, con el que Almodóvar ha titulado su última película, hace guiños hacia dentro y hacia fuera del filme, hacia la realidad y la ficción. De un lado, nos ilustra sobre la peripecia de una de sus protagonistas; de otro, alude a la vuelta de Carmen Maura y Penélope Cruz, con quienes, por distintas razones, llevaba años sin trabajar. Todos vuelven, en fin, incluido Almodóvar, que regresa de un modo feroz a sus raíces. Ahí están los inquietantes escenarios de su infancia; pero ahí está, sobre todo, la muerte, uno de los asuntos cardinales de esa cultura en la que el trato con el más allá, como hemos visto, forma parte de las ocupaciones cotidianas. El director manchego ha conseguido trasladar magistralmente a Volver la naturalidad con la que se produce esa relación en un mundo en el que los límites entre la vigilia y el sueño -quizá entre la vida y la muerte- no están nada claros.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 5 de marzo de 2006

Para leer y debatir: García Márquez sobre Bill Clinton

La fatiga del metal

Por Gabriel García Márquez

Lo primero que llama la atención de William Jefferson Clinton es su estatura: un metro con ochenta y siete centímetros. Lo segundo es un poder de seducción que infunde desde el primer saludo una confianza de viejo conocido. Lo tercero es el fulgor de su inteligencia, que permite hablarle de cualquier asunto, por espinoso que sea, siempre que se le sepa plantear. Sin embargo, alguien que no lo quiere me previno: "Lo peligroso de esas virtudes es que Clinton las usa para que crean que nada le interesa tanto como lo que uno le dice" En primera persona

Lo conocí en una cena que el escritor William Styron ofreció en su casa veraniega de Marta's Vineyard en agosto de 1995. Clinton había dicho en la primera campaña presidencial que su libro favorito era Cien años de soledad. Yo dije y se publicó en su momento que aquella frase me parecía una simple carnada para el electorado latino. Él no lo pasó por alto: lo primero que me dijo después de saludarme en Marta's Vineyard fue que su declaración había sido sincera.


Carlos Fuentes y yo tenemos razones para pensar que aquella noche vivimos un buen capítulo de nuestras memorias. Clinton nos desarmó desde el principio con el interés, el respeto y el sentido del humor con que trató cada una de nuestras palabras como si fueran oro en polvo. Su talante correspondía a su aspecto. Tenía el cabello cortado como un cepillo, la piel curtida y la salud casi insolente de un marinero en tierra, y llevaba una sudadera pueril con un crucigrama estampado en el pecho. Era, a sus cuarenta y nueve años, un sobreviviente glorioso de la generación del 68, que había fumado marihuana, cantaba de memoria a los Beatles y protestaba en las calles contra la guerra de Vietnam.

La cena empezó a las ocho y terminó a la media noche, con unos catorce invitados a la mesa, pero la conversación se redujo poco a poco a una suerte de torneo literario entre el presidente y los tres escritores. El primer tema fue la inminente reunión de la Cumbre de las Américas. Clinton quería que fuera en Miami, como lo fue en realidad. Carlos Fuentes pensaba que Nueva Orleans o Los Angeles tenían más créditos históricos, y él y yo los defendimos a fondo, hasta que se vio claro que el presidente no cambiaría de idea porque contaba con Miami para la reelección. "Olvídese de los votos, señor presidente", le dijo Carlos Fuentes. "Pierda la Florida y gánese la historia".

La frase marcó el tono. Cuando hablamos del narcotráfico el presidente oyó mi opinión con oídos benévolos: "Los treinta millones de drogadictos de los Estados Unidos demuestran que las mafias norteamericanas son muchos más poderosas que las de Colombia y mucho más corruptas sus autoridades". Cuando le hablé de las relaciones con Cuba pareció aún más receptivo: "Si Fidel y usted pudieran sentarse a discutir cara a cara no quedaría ningún problema pendiente". Cuando hicimos un repaso espectral de América Latina supimos que su interés era mucho mayor de lo que suponíamos pero le faltaban datos esenciales. Cuando la charla amenazó con volverse demasiado formal le preguntamos por su película favorita y contestó que era High Noon (Solo ante el peligro), de Fred Zinnemann, a quien había condecorado días antes en Londres. Cuando le preguntamos qué estaba leyendo lanzó un suspiro de alivio y mencionó un libro sobre las guerras económicas del futuro, cuyo título y autor no reconocí. "Mejor lea el Quijote", le dije. "Ahi está todo".

La verdad es que ese libro único no se lee tanto como se dice, pero muy pocos admiten que no lo han leído. Clinton demostró con dos o tres frases que lo conocía muy bien. Entusiasmado, nos preguntó por nuestros libros preferidos. Styron le contestó que el suyo era Huckleberry Finn de Mark Twain. Yo hubiera escogido Edipo rey de Sófocles, que es mi libro de cabecera desde los veinte años, pero preferí El Conde de Montecristo, sólo por razones técnicas que me costó mucho explicar. Clinton dijo que el suyo eran las Meditaciones de Marco Aurelio, y Carlos Fuentes no vaciló por Absalón Absalón, sin duda alguna la novela estelar de William Faulkner, aunque otros preferimos Luz de agosto por gustos personales. Clinton, como homenaje a Faulkner, se puso entonces de pie y con largas zancadas alrededor de la mesa recitó de memoria el monólogo de Benji, que son las páginas más asombrosas pero también las más herméticas de El sonido y la furia. Faulkner nos llevó a preguntarnos una vez más sobre las afinidades entre los escritores del Caribe y la pléyade de grandes novelistas del sur de los Estados Unidos. Nos parecieron más que lógicas, si tomábamos en cuenta que el Caribe no es en realidad un área geográfica, circunscrita al mar, sino un espacio histórico y cultural mucho más vasto, que abarca desde el norte del Brasil hasta la cuenca del Misisipí. Mark Twain, William Faulkner, John Steinbeck, y tantos otros, serían entonces tan caribes por derecho propio como Jorge Amado y Derek Walcott. Clinton -nacido y formado en la sureña Arkansas- celebró la ocurrencia y proclamó con alegría su propia filiación caribe. Entonces iban a ser las doce de la noche, y tuvo que interrumpir la charla para contestar una llamada urgente de Gerry Adams, a quien autorizó desde aquel momento para recaudar fondos y hacer campaña en los Estados Unidos a favor de la paz en Irlanda del Norte. Éste debió de ser el final histórico para una noche inolvidable, pero Carlos Fuentes lo llevó más lejos cuando le preguntó al presidente a quiénes consideraba sus enemigos. La respuesta fue inmediata y brutal: "Mi único enemigo es el fundamentalismo religioso de derecha".

Dicho esto concluyó la cena. Las otras veces que lo vi, en privado o en público, me dejó la misma impresión que la primera: Bill Clinton era todo lo contrario de la idea que los latinoamericanos tenemos sobre los presidentes de los Estados Unidos.

Ahora bien: ¿sería justo que este raro ejemplar de la especie humana tuviera que malversar su destino histórico sólo porque no encontró un rincón seguro donde hacer el amor?

Pues ése es el caso: el hombre con más poder sobre la tierra no ha logrado consumar sus ardores secretos por el estorbo invisible de un servicio de seguridad que sirve mejor para impedir que para proteger. No hay cortinas en las ventanas de la Oficina Oval ni un cerrojo de caridad en el baño reservado a las obras mayores del presidente. El florero que se ve a sus espaldas en las fotografías de su escritorio ha sido denunciado por la prensa como un escondite de micrófonos para consagrar en documentos de estado los misterios de las audiencias. Más triste, sin embargo, es que el presidente sólo quiso hacer algo que el común de los hombres han hecho a escondidas de sus mujeres desde el principio del mundo, y la estolidez puritana no sólo impidió que lo hiciera sino que le negó hasta el derecho de negarlo.

La literatura de ficción la inventó Jonás cuando convenció a su mujer de que había vuelto a casa con tres días de retraso porque se lo había tragado una ballena. Amparado en esa argucia atávica, Clinton negó ante la justicia que hubiera tenido alguna relación sexual con Mónica Lewinsky, y lo negó con la cabeza en alto, como todo infiel que se respete. A fin de cuentas, su drama personal es un asunto doméstico entre él y Hillary, y ésta lo ha respaldado ante el mundo con una dignidad homérica.

Perfecto: una cosa es mentir para engañar y otra bien distinta es ocultar verdades para preservar esa instancia mítica del ser humano que es su vida privada. Con todo derecho: nadie está obligado a declarar contra sí mismo. De haber persistido en la negativa inicial, a Clinton lo habrían procesado de todos modos -pues de eso se trataba- pero es mucho más digno ser perjuro en defensa del fuero interno que ser absuelto contra el amor. Por desgracia, con la misma determinación con que negó la culpa la admitió más tarde, y siguió admitiéndola por todos los medios impresos, visuales y hablados hasta la humillación. Error mortal de un amante inconcluso cuya vida secreta no pasará a la historia por haber hecho mal el amor sino por haberlo vuelto todavía menos eterno de lo que suele ser. Llegó hasta el escarnio de someterse al sexo oral mientras hablaba por teléfono con un senador. Se suplantó a sí mismo con un cigarro frígido. Apeló a toda clase de artificios elusivos para burlar a natura, pero cuanto más lo intentaba más motivos contra él encontraban sus inquisidores, pues el puritanismo es un vicio insaciable que se alimenta de su propia mierda. Ha sido una vasta y siniestra confabulación de fanáticos para la destrucción personal de un adversario político cuya grandeza no podían soportar. Y el método fue la utilización criminal de la justicia por un fiscal fundamentalista llamado Kenneth Starr, cuyos interrogatorios encarnizados y salaces parecían excitarlos hasta el orgasmo.

El Bill Clinton que encontramos hace cuatro meses en la cena de gala que ofreció al presidente Andrés Pastrana en la Casa Blanca, era un hombre distinto. Ya no era el universitario desprejuiciado de Marta's Vineyard, sino un convicto enflaquecido e incierto, que no lograba disimular con una sonrisa profesional el mismo cansancio orgánico que destruye a los aviones: la fatiga del metal.

Días antes, en una cena de periodistas con la señora Katherine Graham, la dama de oro del Washington Post, alguien había dicho que a juzgar por el juicio de Clinton los Estados Unidos seguían siendo el país de Nathaniel Hawthorne. Aquella noche en la Casa Blanca lo entendí en carne viva. Se referían al gran novelista norteamericano del siglo anterior, que denunció en su obra los horrores del fundamentalismo en la Nueva Inglaterra, donde quemaron vivas a las brujas de Salem. Su novela capital, La letra escarlata, es el drama de Hester Pryme, una joven casada que tuvo un hijo secreto de un hombre que no era el suyo. Un Kenneth Starr de la época le impuso el castigo de llevar de por vida una camisa de penitente con la letra A del código puritano con el color y el olor de la sangre. Un agente del orden la seguía a todas partes con un tambor batiente para que los transeúntes se apartaran a su paso. El desenlace, por cierto, podría quitarle el sueño al fiscal Starr, pues el padre clandestino de la hija de Hester resultó ser el ministro del culto que la martirizó hasta la muerte.

La técnica y la moral del procedimiento fueron en esencia las mismas. Cuando los enemigos de Clinton no encontraron méritos para juzgarlo por lo que querían, lo acosaron con interrogatorios minados hasta que lo pillaron por aquí y por allá en trampas secundarias. Entonces lo forzaron a acusarse en público a sí mismo, y a arrepentirse incluso de lo que no había hecho, en vivo y en directo, a través de una tecnología de la información universal que no es más que la versión trimilenaria de los tambores persecutorios de Hester Prynne. Por las preguntas del fiscal, capciosas y concupiscentes, hasta los niños de pecho se enteraron de las mentiras que sus padres les contaban para que no supieran cómo los habían hecho. Vencido por la fatiga del metal, Clinton llegó hasta la locura imperdonable de castigar a sangre y fuego a un enemigo inventado a cinco mil trescientas noventa y siete millas náuticas de la Casa Blanca, sólo para desviar la atención de su desgracia personal. Tony Morrison, Premio Nobel de Literatura y gran escritora de este siglo agonizante, lo resumió con una plumada genial: "Lo trataron como a un presidente negro".

© G.G.M.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 24 de enero de 1999

Para leer y debatir: Estado Islámico.


Vivir en la capital del ISIS y vivir para contarlo

Por Rafael Poch
La Vanguardia

Un día de abril del 2015, Sophie Kasiki, francesa de 33 años, nacida en Kinshasa (República Democrática del Congo), residente en París desde los ocho años y madre de un niño de cuatro, ingresó en una cárcel francesa. Acababa de huir clandestinamente de la ciudad siria de Raqa, capital del Estado Islámico. Había entrado en aquella pesadilla en febrero, dos meses antes: por voluntad propia y llevando de la mano a su hijo. ¿Ingenuidad? ¿Estupidez? ¿Fanatismo?

Su huida de una residencia-prisión para mujeres en aquella ciudad, aprovechando la distracción de las guardianas, había sido como un milagro. Una operación organizada desde París en 24 horas por su marido, gracias a contactos con la red del Ejército Sirio de Liberación en aquella ciudad que la llevaron a la frontera turca en una peligrosa carrera cronometrada. Organización conspirativa, pero también azar: la fuga, que costó a su marido y sus amigos 30.000 dólares, no habría sido posible sin la solidaridad de una anónima familia siria que la acogió en su casa en Raqa durante 24 horas críticas, jugándose el pellejo. Para Sophie, el riesgo era mortal: “Si me hubieran cogido, me habrían lapidado, y a mi hijo lo habrían metido en una escuela coránica”, dice. Y pocas horas después de vivir esta meteórica fuga, Sophie era encarcelada en Francia. “Los servicios secretos me esperaban en la misma puerta de llegada del avión”. Un funcionario de prisiones le dijo: “Escriba para desahogarse”.

En aquellos dos meses de prisión francesa, Sophie escribió las notas que luego darían forma a su libro En las tinieblas del Daesh. Confesiones de una arrepentida, publicado en español por Editorial Omega. El libro lleva por subtítulo, Por qué me uní al Estado Islámico. Cómo conseguí huir. Está bien escrito, tiene todos los ingredientes de una trama típica de Hollywood con un final feliz incluido.

Encuentro a Sophie –que no se llama Sophie, ni se deja fotografiar más que de espaldas, ni acepta citas improvisadas, en un café de la ciudad– en el quinto piso de un inmueble de la plaza de Italia que alberga media docena de editoriales parisinas.

¿Miedo? Dice que lo lleva bien, pero es una huida del Daesh. Poca broma. No tiene protección. “Al principio temía hasta tomar el autobús, me daban miedo los tipos de aspecto salafista. Ahora, poco a poco, me voy reponiendo”.

Es una mujer alta y bien parecida de ojos brillantes y semblante cálido y afable. Llegó a Francia desde Congo huérfana de padre y madre, a casa de su hermana mayor. Familia católica. Con estudios y profesión, educadora en un centro social del extrarradio parisino, y con la cabeza bien amueblada. No siguió a ningún hombre ni era una fanática religiosa, pero se fue al Daesh. Y con su hijo de cuatro años.

¿Cómo explicar esa locura apenas un mes después de los atentados de Charlie Hebdo? Atravesaba una crisis existencial, un vacío, un mal momento con su marido. Se convirtió al islam sin decírselo a nadie, explica. Un día, tres chavales majos de su centro, con los que mantenía una relación de “hermana mayor”, desaparecen. Se han ido a Siria. Ella se encarga de transmitirles las noticias de sus angustiadas familias, de origen magrebí, senegalés y burkinabés, respectivamente, y sus encarecidos ruegos de que regresen. Ellos no mencionan para nada el Estado Islámico, pintan un cuadro idílico y altruista: ayudar a los demás. “Aquí hay un hospital, podrías trabajar, venir por un mes”, le dicen. Y acepta. Toma el avión a Estambul, allí la esperan y le organizan el cruce de la frontera. A su marido le dice que se va un mes a ayudar como voluntaria en un orfanato turco. Cuando se da cuenta está metida en la ratonera.

“Mi caso no es excepcional. Hemos escuchado tantos años que los que van son delincuentes, gente marginada del extrarradio. No, allí he visto a médicos, cardiólogos, internistas, gente con estudios… Ellos saben cómo captar a unos y a otros; a un médico, a la mujer de un médico con dudas, a uno que quiere ser soldado, que sueña con aventuras o defender causas, son gente inteligente que sabe jugar con las prioridades y las frustraciones de cada persona. No son brutos, es mucho más peligroso que eso: gente inteligente que sabe cómo hacer daño de forma inteligente, tienen una máquina sofisticada que suministra promesas y sueños personalizados a cada uno de ellos”.

¿Qué decir de la mente de los tres chavales majos de barrio a los que hacía de “hermana mayor? “La mayoría son gente que ven a sus madres salir a las cuatro de la mañana de casa para ir a hacer limpiezas, madres que lo soportan todo sin queja. Ver sufrir a sus padres tiene un gran papel. También el hecho de que los musulmanes sean estigmatizados en Francia, oprimidos según ellos. Además, se añaden el desarraigo y la memoria familiar. A mí me ocurre: quiero ser francesa, soy francesa, pero me dicen que soy negra. Hay que explicarles a estos chavales cómo llegaron a ser franceses sobre la miseria y la marginación de sus padres; en lugar de eso en la escuela les hablan de nuestros ancestros, los galos… Cuando quieren ser franceses se les da a entender que no lo son del todo; cuando se van de vacaciones, a Marruecos o a Senegal, les llaman franceses… Hay un desarraigo que yo misma viví: mi abuela me decía que tenía miedo de venir a Europa. Vivió la colonización, eso le marcó, para ella el hombre blanco es la opresión, y esa opresión que la marcó revive generaciones después”.

Sophie llegó a Raqa. Sus jóvenes amigos la instalaron con su hijo en un gran apartamento de sirios acomodados, expulsados, huidos o eliminados. “Todavía había migas de pan en la mesa de la cocina”, dice. No puede salir de casa sin enfundarse en el odioso niqab ni sin ir acompañada de un hombre. En la maternidad a la que acude a trabajar, advierte una brutalidad considerable hacia las mujeres. Todos los nacimientos son por cesárea. Suciedad, deshumanización...

“Raqa es una ciudad siniestra dominada por un ejército de ocupación. Cuando suena la llamada a la oración, una mezcla de estrés y miedo se apodera de la gente. Las tiendas se cierran, las calles quedan desiertas, todos caminan con prisas hacia la mezquita o a encerrarse en su casa para que no te atrape la milicia por impío”.

Los tres chavales majos que en Francia se quejaban de la “opresión” de los musulmanes reproducen en Raqa algo mucho peor: “Esa es la paradoja, dicen que los sirios son sucios, malos musulmanes, que hay que reeducarlos y si no se avienen se les encarcela o se les mata”. La actitud de los combatientes islamistas hacia la población civil “es como la del ejército nazi en Francia durante la ocupación, son como colonizadores”. La del Estado Islámico es una sociedad de castas. “Los combatientes extranjeros tienen derecho a ir armados y son los amos, los sirios locales son despreciados, segunda categoría. Las mujeres no existen”.

Para sus tres amigos “la religión es un pretexto”. “Muchos jóvenes como ellos ni siquiera saben leer el Corán, pero Daesh ofrece cosas que les atraen; ser hombres fuertes, llevar armas, tener casa y todas las mujeres que quieran..., para ellos son ofertas interesantes. Sin los coches, las armas, las mujeres y las casas, estos tipos no vendrían”.


Conforme pasan los días la relación de Sophie con sus chavales se deteriora. La simpatía del barrio de París se torna en hostilidad por el malestar que manifiesta la mujer ante lo que ve y vive. Le acaban perdiendo el respeto, le retiran el móvil –lo revisan para ver si ha enviado mensajes comprometedores a Francia– y la internan en una residencia-prisión para mujeres, cuya responsable, una francesa de origen marroquí, lleva unas esposas y una pistola al cinto. Es un lugar de sospecha y delación en el que por la televisión mujeres y niños ven una y otra vez la escena de un prisionero quemado vivo por Daesh, o cómo el francés Nicolas degüella a un prisionero. Un día, caminando por Raqa, sus tres acompañantes saludan a un tipo con admiración. Es Nicolas, el degollador de la tele.

En la residencia, Sophie disimula todo sentimiento de queja o disconformidad. Allí encuentra a mujeres de países occidentales cuyo único sueño y excitación es casarse con un muyahidín, un combatiente macho que realice su sueño de vivir como una princesa, “sueños para chicas jóvenes que no tienen gran cosa en su vida corriente, una trampa en la que muchas caen”. En diciembre había 220 francesas en esa situación en Siria, según la cuenta de los servicios secretos franceses. Dichos servicios no movieron un dedo por ella cuando su marido acudió a pedirles auxilio.

“Los estados europeos no se preocupaban de la gente que se iba, pensaban que si los mataban allá tanto mejor, un problema menos. Sólo más tarde comprendieron que esos jóvenes regresaban para hacer atentados aquí. Ahora sí que están preocupados”.

Sophie dice haber superado el trauma, confiesa sentir admiración por las guerrilleras kurdas que combaten contra el Estado Islámico. A veces siente odio, pero intenta combatirlo, “porque es muy difícil rehacerte con el odio en el cuerpo”.

Sophie ha rehecho la vida con su marido y espera una hija para mayo. Le gustaría cambiar de barrio y hacer borrón y cuenta nueva, pero continúa vinculada al destino de otras mujeres que como ella cayeron en la trampa, se dieron cuenta, no se integraron en aquel horror y hoy están allá presas. Se siente culpable por haber arrastrado a su hijo a aquello (“lo ha superado estupendamente, la ventaja de la edad”, dice) y también “porque tuve la suerte de huir”. “Me hacen daño las angustias, los miedos y los traumatismos de las mujeres que siguen allá”.


B2, C1: Para leer. José Antonio Millán sobre la lectura.