martes, 26 de enero de 2010

B2: Para leer. A propósito de "El verdugo"

"He matado a 130. Soy como un cirujano".
El ejecutor de Yemen muestra su cara: «Tengo 29 años y siempre quise hacer lo que mi padre, que mató a 2.894 personas» «Piense en un cirujano que abre el cuerpo del paciente. ¿Quiere decir que es cruel?» «La espada requiere mucha fuerza. Con el fusil se sufre menos»

Por Javier Espinosa (
El Mundo)

Talal Al-Taib tenía 11 años cuando concertó su primera cita con la muerte. Estaba en la escuela y un profesor le advirtió que no se inquietara al escuchar disparos. Las autoridades habían programado una ejecución en los alrededores. El pequeño llevaba tiempo intentando convencer a sus compañeros del desempeño de su padre. No le creían. Por eso decidió escaparse de clase y asistir al ajusticiamiento. Aquel día el verdugo, su progenitor, no mató a una, sino a 10 personas. Una tras otra. Entre ellas a una mujer que había quemado vivo a uno de sus hijastros.

El menor sentía una fascinación inexplicable hacia el cometido de su padre. Verle rodeado de multitudes le inclinaba a pensar que era una persona muy importante. «Cuando acabó todo me acerqué y le di la mano. Cogí el kalashnikov y nos fuimos andando, abrazados. Entonces [mis compañeros de colegio] me creyeron. Estaba muy orgulloso», rememora Talal en su domicilio de Saná.

Siete de julio del 2009. Han pasado ya 17 años desde esa jornada. El vídeo recoge los últimos instantes del condenado Yehya Hussein Al-Raghwah. Muchas cosas han cambiado en la vida de Talal Al-Taib. Su ligazón con la muerte se ha estrechado. Ahora es él, no su padre, quien ejerce de verdugo. La grabación lo muestra portando un uniforme pulcro y acicalado. Tocado con la boina azul que caracteriza a su unidad, guantes negros, una cartuchera en la cintura y el kalashnikov.

El final de Yehya atrajo a miles al centro de la capital. Su ejecución se había anunciado en varias ocasiones. La turba se aglutinó días antes esperando que lo lanzaran desde lo alto de un edificio. «Hay un hadiz (dicho) del profeta Mahoma que dice que si se trata de una violación homosexual hay que empujar al culpable desde una montaña. El equivalente sería un edificio alto. Pero esa sentencia requiere que el delito haya sido visto por cuatro testigos y no había ninguno», aduce Talal.

El director de Yemen Today, Donald Macdonald, asistió a aquellas aglomeraciones. «Anunciaron una segunda vez que lo iban a tirar del mismo edificio y otra vez se llenó de gente. Pero se suspendió de nuevo. Después se corrió el rumor de que lo iban a lanzar desde un helicóptero», precisa.

El crimen del peluquero fue tan brutal como la sentencia que recibió. Durante el juicio reconoció que había violado a Hamdi Abdullah, de 11 años, y que lo asesinó cuando amenazó con decírselo a su padre. El pequeño sólo había entrado en su negocio para cortarse el cabello.

Talal conoció a Yehya cinco minutos antes de que se extinguiera su vida. Una cita desconcertante aunque rutinaria para el policía. Venía a despedirse. También a explicarle que él mismo sería el encargado de poner fin a su existencia. Como dice el propio ejecutor, esta charla está dirigida siempre a «convencer al reo de que su suerte está echada, que va a morir de todas formas y que no le conviene resistirse porque sólo sufrirá más».

Yehya parecía resignado. En las imágenes se ve cómo se arrodilla para protagonizar una última plegaria. Portaba un camisón blanco. Se lo desgarraron tras tumbarlo sobre la alfombra para que un doctor marcara el lugar exacto del corazón. Allí tenía que apuntar Al-Taib. «Le expliqué que había cometido un crimen y que la única manera de purificarse era encontrándose frente a Dios con el chico que había asesinado. Es la ley de Dios. Él asintió e incluso pidió perdón a los padres (de la víctima)», manifiesta el agente.

Entrevistar al verdugo, una vez que estamos cara a cara, no resulta complicado [En el mundo hay, según Amnistía Internacional, 58 países que practican la pena de muerte pero es prácticamente imposible conseguir que un ejecutor dé la cara]. Talal se muestra solícito y educado. Parece sorprendido y halagado por el interés que despierta en el periodista. Lo difícil es reconstruir después la conversación. Comprender que se habla de cuestiones definitivas, de la vida y muerte de seres humanos. Lo complejo es analizar el perfil psicológico de un personaje que admite haber matado ya a 130 personas.

-¿Cómo se puede lidiar con tal responsabilidad?

-Piense en un cirujano que está abriendo el cuerpo de su paciente. ¿Quiere decir eso que es cruel? No. En Yemen las ejecuciones han sido uno de las pocas medidas que han frenado los asesinatos tribales. Éste es un país donde todo el mundo tiene armas y donde las diferencias entre tribus se dirimen a tiros. La única forma de parar el ciclo de venganzas es que los jóvenes sepan que arriesgan su propia vida.

El muchacho reconoce que su única salvaguarda es asumir que «ejecuta un deber religioso. No estoy asesinando sino aplicando la Sharia (ley islámica)».

ATEOS Y CRISTIANOS

Al-Taib recuerda que su controvertido oficio no es patrimonio exclusivo de esta nación o de su credo religioso. De hecho, entre los países donde la pena capital está más extendida se cuenta un Estado que se declara ateo, China, y otro donde el cristianismo es mayoría, EEUU. El yemení de 29 años recibe al extranjero portando el atuendo tradicional, con la jambiya (puñal típico) al cinto. Es la hora del qat (el narcótico vegetal que suelen mascar los locales) y Al-Taib se encuentra enfrascado en esta arraigada costumbre en el diwan (salón) de su residencia.

Es una vivienda sin pretensiones. No tienen generador propio y parte de la charla se desarrolla a la luz de las velas. Los retratos de su padre se multiplican por el salón. Saleh de uniforme. Saleh de joven. No hay duda de la influencia que mantiene sobre la prole.

Sin embargo, el militar siempre se mostró renuente a que siguieran sus pasos. Talal ni siquiera estudió para esto. Se graduó en contabilidad por la Facultad de Comercio de la Universidad de Saná (en la capital de Yemen). «Era mi destino», asevera.

La estrella del chaval quedó determinada muchos años atrás. Exactamente en 1965. Todavía no había nacido. Él lo achaca a otra eventualidad. «Un policía había asesinado a seis compañeros tirándoles una granada. Mi padre era militar y estaba en el lugar donde debía ejecutarse la pena. El mismo ministro de Interior le eligió porque sabía que era un hombre valiente». Le pegó un tiro y ese día Saleh Muthanna Al-Taib fue designado ashmawi (verdugo) de Yemen.

Su carrera se alargó hasta el 2004. Un ataque al corazón la interrumpió de forma abrupta. «Tras ejecutar a miles de de personas Saleh se encontró con su Dios mientras ayunaba». Al-Taib todavía guarda el titular de portada que le dedicó el matutino local. El joven quiere ser preciso. «Fueron 2.876 hombres y 18 mujeres», puntualiza.

Como pasa ahora también con su hijo, Muthanna también estuvo vinculado a casos que generaron un auténtico furor público. ¿Quién no recuerda en Yemen a Mohamed Omar, apodado el violador de Saná? El sudanés fue sentenciado por asesinar y despedazar a dos mujeres, aunque en torno a él se tejió una leyenda y le atribuyeron decenas de crímenes.

El 22 de junio del 2001 Al-Taib se encontró rodeado por una horda de decenas de miles de personas. La práctica nacional estipula que se ejecute en público a los culpables de crímenes que han causado una conmoción social. Le dieron 80 latigazos por haber ingerido alcohol y después el verdugo, el padre de Talal, le descerrajó 4 balazos.

Saleh falleció un miércoles de septiembre del 2004. Esa misma jornada los tribunales dictaron otra pena máxima. Debía hacerse efectiva el sábado. La desaparición del comandante -ése era su rango- obligó a los carceleros a recurrir a un sustituto elegido al azar.

El desempeño del ashmawi se rige por una escala propia de valores y aquella ejecución culminó en «desastre», aludiendo a la expresión de Al-Taib. El reo sólo murió tras recibir ocho disparos. Una carnicería. «El verdugo tenía miedo y no lo hizo bien. La Sharia establece que las ejecuciones tienen que ser rápidas, que no se puede hacer sufrir al reo».

Saleh había dejado cuatro vástagos y el director de la prisión central de Saná llamó a la familia para preguntarles si alguno quería «heredar» el cargo. El clan eligió a Talal. Tenía 24 años.

Dos meses más tarde se le encomendó la primera misión. Cuatro ajusticiamientos en un solo día. Talal había presenciado junto a su padre más de una treintena, pero no había matado nunca. El responsable de la cárcel se lo preguntó y el chaval mintió. Todavía hoy no sabe por qué. «Le dije que sí». El estreno gozó del beneplácito generalizado. «Quedaron muy contentos», indica. Talal era el nuevo ashmawi de Yemen.

-¿Cuáles son los requisitos que se exige a un buen verdugo (aunque la propia pregunta semeja ser un desvarío)?

-Tienes que tener una fe muy fuerte y ser consciente de que estás siguiendo la ley de Alá. También ser valiente. No puedes dejar que te afecten el miedo, la sangre o los gritos de los convictos. Y tienes que tener un buen pulso para disparar siempre al corazón.

El joven acepta que su quehacer requiere una especial «fortaleza psicológica». Su padre intentó entrenar a cinco policías para que le sucedieran en el cargo. «No pudieron aguantarlo. Los cinco se volvieron locos», relata.

Toda la charla resulta turbadora. Apelar a los estereotipos sería muy sencillo.

Hablar de un individuo sanguinario podría ser el recurso exigido por la ortodoxia europea. Pero el ashmawi sintetiza todo un cúmulo de tradiciones locales. ¿Hay que condenar esta práctica? Sí, para defender la vida. ¿Resulta justo aplicar el ideario occidental a un entorno tribal como el yemení? La respuesta es del lector. Una vez que alguien se arroga la potestad de acabar con la vida del prójimo, el método se antoja un asunto nimio. Tan inhumano semeja achicharrar a alguien en la silla eléctrica como volarle la cabeza de un disparo.

Al-Taib especifica que en la normativa islámica la forma de ajusticiamiento «está relacionada con el tipo de crimen». Matar a pedradas sólo se aplica «cuando un hombre casado tiene relaciones con otro hombre o con una mujer casada. Es algo muy raro porque los cuatro testigos tendrían que haber presenciado el mismo acto sexual».

Durante la época en la que Yemen del norte se regía bajo la férula de los soberanos de la dinastía Mutawakilite (1918-62)), las ejecuciones se llevaba a cabo con la espada. Lo mismo que pasa todavía en la vecina Arabia Saudí.

De esa era data uno de los ajusticiamientos más sobrecogedores de la historia reciente del país. Acaeció en 1955, tras una sublevación abortada contra el imam -así se le denominaba- Ahmad Bin Yahya. Varios jefes rebeldes se refugiaron en el vecino territorio de Adén, bajo control británico, pero las fuerzas europeas se los entregaron al soberano.

Rabbi Burns fue uno de los soldados ingleses que les trasladó hasta Saná y allí asistió a su final. «Les hicieron ponerse de rodillas. A la voz de atención, los ayudantes levantaban los brazos de los prisioneros para que sacaran el cuello y fueran decapitados con un solo golpe. Todo había terminado en cuestión de segundos», escribió hace años en un relato autobiográfico.

La revolución de 1962 puso fin a la monarquía religiosa. También al uso del sable en las penas capitales. Talal argumenta que fue una decisión correcta.

«La espada requiere mucha fuerza. Nadie asegura que le puedas cortar el cuello de un solo golpe. El fusil es más fácil de usar y hace sufrir menos».

Muerte es la palabra más repetida durante toda la entrevista. Pareciera ser la única figura que se puede asociar a un verdugo. Sin embargo, Talal advierte que en ocasiones -no muchas- el ashmawi puede salvaguardar la existencia del recluso. Le ha pasado ya en dos ocasiones. La última en el 2006. «Tengo la potestad de intentar convencer a la familia de la víctima de que perdonen al sentenciado a cambio de dinero (lo llaman diyya en árabe, un término citado en el Corán que significa compensación)», explica.

UN ARMA CON HISTORIA

Aquél se trataba de un asunto de pura mala suerte. Un policía intentó detener al conductor de una motocicleta. La discusión derivó en reyerta y el agente intentó intimidar al sujeto disparando contra la moto. La bala rebotó y acabó con la vida de un viandante inocente. El guardia fue sentenciado a la máxima pena. «Convencimos a la familia para que le perdonaran en el último minuto. Ni siquiera pidieron dinero. Fue por la gracia de Dios», revela.

El verdugo insiste en justificar le necesidad de su labor en un escenario como el yemení. Alega que hasta los padres de niños díscolos suelen llamarle para inquirir sobre la fecha del próximo ajusticiamiento. «Los chiquillos de familias ricas piensan que pueden hacer cualquier cosa. Incluso asesinar. Los padres suelen llevarlos a las ejecuciones para que entiendan que existe una norma dictada por Dios: si derramas sangre, tu sangre será derramada».

Sólo al final del encuentro Talal contradice lo que parecen ser unas convicciones férreas. Ocurre cuando se le pregunta si le gustaría que alguno de sus dos hijos le sucediera en el cargo. «No», responde tajante.

-¿Por qué?

-Esta familia ya ha tenido suficientes verdugos.

Saleh Muthanna Al-Taib. Talal Al-Taib. Una saga de ejecutores. El nexo entre ambos quedó sellado a través del arma que utilizaba el primero. «Yo se la solía llevar a las ejecuciones», rememora. El chico asumió el puesto, la carga moral y hasta el fusil de su padre.

«¿Quieres verla?», inquiere.

La muestra con desenvoltura. Es una ametralladora común. Un AK-47. Las autoridades estiman que puede haber decenas de millones en el país. Pero ninguna, seguro, atesora un historial tan truculento como esta. Ha servido para fusilar a más de 3.000 individuos.

«Es la ley de Dios», repite.