El gran templo de lo sibarita
Por Rosa Rivas, El PaísMibu no es apto para engullidores impacientes. Porque es un restaurante zen, como quienes sirven la comida: el matrimonio Ishida, Hiroyoshi y Tomiko. Regentan el restaurante más exclusivo de Tokio, y del mundo. Sólo ocho personas pueden sentarse a la mesa en dos o tres turnos al día. El precio del cubierto: 25.000 yenes (unos 200 euros). No tiene estrellas Michelin, pero su fama es un secreto a voces en la esfera sibarita. Una especie de club gastronómico al que sólo pueden ir (una vez al mes) los 300 socios y sus acompañantes. Mibu está en el elegante y comercial barrio de Ginza, en una calle estrecha, pero la ubicación despista. Nada de edificio emblemático ni joya arquitectónica: un bloque anodino de apartamentos.
Tras subir dos tramos de angostas escaleras, y una vez se traspasa la modesta puerta, la cosa cambia. Entras en un pequeño templo con olor a incienso. Tras las oportunas reverencias, dejas tus zapatos en el pasillo y la señora Tomiko Ishida te conduce a tu sitio mientras te da palmaditas cariñosas en el hombro. En penumbra, a la luz de unas velas, te acomodas en un salón con dos mesas que tiene apenas 20 metros cuadrados. Las ramas de un cerezo recuerdan que la primavera se aproxima, y en la pared, amuletos y un cuadro inspirador (las flores y la decoración cambian cada mes, como la carta). Mientras, Hiroyoshi Ishida y sus cinco cocineros ayudantes se mueven sin rozarse en una cocina diminuta.
Es Japón. Todo es meticuloso y busca la perfección: los cuchillos se afilan la noche antes para que no traspase el eco metálico al pescado crudo. Hay concentración, seriedad y juego simbólico: en el fuego en que se fríe la tempura se marcan en papel de arroz congelado los ojos de una máscara con la que los comensales imitarán el llanto del zorro: "¡Con, con!". Un voluminoso cantante de ópera (que casi da en el techo con la cabeza) te habrá convencido de que efectivamente estás en otro mundo. Y antes de que vuelvas al ajetreo de Ginza, te habrás sumergido en las profundidades de la cocina kaiseki (platos en una progresión de sabores, colores y simbolismos), pero en el caso de Mibu, íntimamente conectada con la naturaleza.
Sobre un mantel individual de madera de cedro purificado surgirán paisajes evocadores del bosque, la nieve, el mar... Yuzu (cítrico de intenso aroma, entre la lima y la mandarina) gónada y carne de fugu o pez globo (ejemplar venenoso para quien no sabe manejarlo), sashimi de langostino, sopa dashi con habas de soja, tubérculos japoneses... Nunca carne. Y siempre la intensidad de lo simple, de la sugerencia: una hoja de loto puede ser el recipiente por donde observas caer las gotas de agua y surgir una burbuja, como en un manantial, y sobre el líquido transparente, un puñado de arroz cocido, sin ningún condimento. Lo puro y lo extremo. Así de radical es Mibu.
Hiroyoshi Ishida lleva cocinando 40 de sus 60 años. Es budista. No es un monje de monasterio, pero todos sus platos tienen un sentido espiritual. La meditación es, para su esposa y él, una práctica cotidiana.
El cocinero japonés siente devoción por la libertad que ve en los occidentales. Son su espejo de creatividad. Porque el artífice de Mibu "es un lobo solitario, que ha mantenido la individualidad en una cocina marcada por los esquemas tradicionales. Ishida ha estado al margen y ha desarrollado una cocina de autor. Por eso le gustó Ferran Adrià, por su técnica y creatividad y por el hecho de ser único. Ambos reflejan en el plato su espíritu, como los impresionistas". Es la opinión de Setsuko Yuki, una mujer culta e inquieta que hizo posible esta amistad culinaria. Productora de televisión, coordinó la cumbre gastronómica internacional Tokio Taste en febrero pasado.
Al igual que Yukio Hattori, Setsuko Yuki es socia de Mibu, y ambos llevaron por primera vez al restaurante a Ferran Adrià. Juan Mari Arzak, Andoni Luis Aduriz y Carme Ruscalleda han sido otros comensales convertidos a Mibu. También han sido anfitriones de la familia Ishida, que ha visitado las casas de sus amigos españoles. "Es un sabio", dice Arzak. "El gran lujo de Mibu es su sensibilidad. Ishida es un cocinero mágico. Ve cosas en la naturaleza, en la vida, que a los demás nos cuesta ver. Conocerle ha sido impactante en mi vida profesional", opina Adrià (que fue a Mibu por primera vez hace siete años). "Viví una experiencia que rozaba la espiritualidad. La mesa de Mibu es un compendio de naturaleza, pureza y reflexión religioso-sensual", cuenta Ruscalleda.
Vivencias parecidas pudieron experimentar los chefs que acudieron a Tokio Taste. Ishida tuvo que hacer un sudoku para acoplar a los cocineros famosos que andaban por Japón y a quienes él quería rendir homenaje. Hubo una primera noche de agitación -"eléctrica", como gusta decir Adrià- con los Ishida y sus comensales-cocineros emocionados, las traductoras transmitiendo sensaciones y los platos circulando entre cámaras y micrófonos de la televisión japonesa. Junto al cocinero catalán se sentaban Juan Mari Arzak, el estadounidense Grant Achatz y su mujer; el director de elBulli, Juli Soler; Heston Blumenthal y su jefe de laboratorio y un crítico gastronómico anglosajón. "Es increíble. No había probado nada igual", comentaba concentrado el cocinero británico. Arzak entraba en la cocina juguetón ("me encanta ver cómo cortan las piezas y preparan todo") y saludaba a las cocineras-camareras: "¡Ainoa, Amaya!" (como las bautizó cuando estuvieron en San Sebastián).
Otra segunda noche de reverencia mutua nipón-occidental fue con el equipo de Andoni Luis Aduriz. Hubo intercambio de regalos y algo especial para Andoni San, un dibujo animado hecho muñeco, Atomu (Astro Boy), "porque tu mente es de otro planeta", le soltó entre risas Tomiko. "Es difícil explicar a alguien ajeno a la gastronomía cómo puede llegar a conmover tanto un arroz insípido acompañado por semen de pez fugu asado y adornado con tres granos de sal gruesa. Solamente un gran maestro puede generar tanto con tan poco", explica Aduriz. "Mibu no posee las riquezas de un palacio, ni la modernidad tecnológica más actual, simplemente paredes vacías y pocos y austeros elementos; eso sí, acompañados de toda la voluntad de agradar. Es otra dimensión del lenguaje culinario".