martes, 23 de febrero de 2010

B1, A: Para leer. Un cuento ruso

El Pez de Oro

En una isla muy lejana, llamada isla Buián, había una cabaña pequeña y vieja que servía de albergue a un anciano y su mujer. Vivían en la mayor pobreza; todos sus bienes se reducían a la cabaña y a una red que el mismo marido había hecho, y con la que todos los días iba a pescar, como único medio de procurarse el sustento de ambos.

Un día echó su red en el mar, empezó a tirar de ella y le pareció que pesaba extraordinariamente. Esperando una buena pesca se puso muy contento; pero cuando logró recoger la red vio que estaba vacía; tan sólo a fuerza de registrar bien encontró un pequeño pez. Al tratar de cogerlo quedó asombrado al ver que era un pez de oro; su asombro creció de punto al oír que el Pez, con voz humana, le suplicaba:

-No me cojas, abuelito; déjame nadar libremente en el mar y te podré ser útil dándote todo lo que pidas.

El anciano meditó un rato y le contestó:

-No necesito nada de ti; vive en paz en el mar. ¡Anda!

Y al decir esto echó el pez de oro al agua.

Al volver a la cabaña, su mujer, que era muy ambiciosa y soberbia, le preguntó:

-¿Qué tal ha sido la pesca?

-Mala, mujer -contestó, quitándole importancia a lo ocurrido-; sólo pude coger un pez de oro, tan pequeño que, al oír sus súplicas para que lo soltase, me dio lástima y lo dejé en libertad a cambio de la promesa de que me daría lo que le pidiese.

-¡Oh viejo tonto! Has tenido entro tus manos una gran fortuna y no supiste conservarla.

Y se enfadó la mujer de tal modo que durante todo el día estuvo riñendo a su marido, no dejándole en paz ni un solo instante.

-Si al menos, ya que no pescaste nada, le hubieses pedido un poco de pan, tendrías algo que comer; pero ¿qué comerás ahora si no hay en casa ni una migaja?

Al fin el marido, no pudiendo soportar más a su mujer, fue en busca del pez de oro; se acercó a la orilla del mar y exclamó:

-¡Pececito, pececito! ¡Ponte con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia mí!

El Pez se arrimó a la orilla y le dijo:

-¿Qué quieres, buen viejo?

-Se ha enfadado conmigo mi mujer por haberte soltado y me ha mandado que te pida pan.

-Bien; vete a casa, que el pan no os faltará.

El anciano volvió a casa y preguntó a su mujer:

-¿Cómo van las cosas, mujer? ¿Tenemos bastante pan?

-Pan hay de sobra, porque está el cajón lleno -dijo la mujer-; pero lo que nos hace falta es una artesa nueva, porque se ha hendido la madera de la que tenemos y no podemos lavar la ropa; ve y dile al pez de oro que nos dé una.

El viejo se dirigió a la playa otra vez y llamó:

-¡Pececito, pececito! ¡Ponte con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia mí!

El Pez se arrimó a la orilla y le dijo:

-¿Qué necesitas, buen viejo?

-Mi mujer me mandó pedirte una artesa nueva.

-Bien; tendrás también una artesa nueva.

De vuelta a su casa, cuando apenas había pisado el umbral, su mujer le salió al paso gritándole imperiosamente:

-Vete en seguida a pedirle al pez de oro que nos regale una cabaña nueva; en la nuestra ya no se puede vivir, porque apenas se tiene de pie.

Se fue el marido a la orilla del mar y gritó:

-¡Pececito, pececito! ¡Ponte con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia mí!

El Pez nadó hacia la orilla poniéndose con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia el anciano, y le preguntó:

-¿Qué necesitas ahora, viejo?

-Constrúyenos una nueva cabaña; mi mujer no me deja vivir en paz riñéndome continuamente y diciéndome que no quiere vivir más en la vieja, porque amenaza hundirse de un día a otro.

-No te entristezcas. Vuelve a tu casa y reza, que todo estará hecho.

Volvió el anciano a casa y vio con asombro que en el lugar de la cabaña vieja había otra nueva hecha de roble y con adornos de talla. Corrió a su encuentro su mujer no bien lo hubo visto, y riñéndolo e injuriándolo, más enfadada que nunca, le gritó:

-¡Qué viejo más estúpido eres! No sabes aprovecharte de la suerte. Has conseguido tener una cabaña nueva y creerás que has hecho algo importante. ¡Imbécil! Ve otra vez al mar y dile al pez de oro que no quiero ser por más tiempo una campesina; quiero ser mujer de gobernador para que me obedezca la gente y me salude con reverencia.

Se dirigió de nuevo el anciano a la orilla del mar y llamó en alta voz:

-¡Pececito, pececito! ¡Ponte con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia mí!

Se arrimó el Pez a la orilla como otras veces y dijo:

-¿Qué quieres, buen viejo?

Éste le contestó:

-No me deja en paz mi mujer; por fuerza se ha vuelto completamente loca; dice que no quiere ser más una campesina; que quiere ser una mujer de gobernador.

-Bien; no te apures; vete a casa y reza a Dios, que yo lo arreglaré todo.

Volvió a casa el anciano; pero al llegar vio que en el sitio de la cabaña se elevaba una magnífica casa de piedra con tres pisos; corría apresurada la servidumbre por el patio; en la cocina, los cocineros preparaban la comida, mientras que su mujer hallábase sentada en un rico sillón vestida con un precioso traje de brocado y dando órdenes a toda la servidumbre.

-¡Hola, mujer! ¿Estás ya contenta? -le dijo el marido.

-¿Cómo has osado llamarme tu mujer a mí, que soy la mujer de un gobernador? -y dirigiéndose a sus servidores les ordenó-: Coged a ese miserable campesino que pretende ser mi marido y llevadlo a la cuadra para que lo azoten bien.

En seguida acudió la servidumbre, cogieron por el cuello al pobre viejo y lo arrastraron a la cuadra, donde los mozos lo azotaron y apalearon de tal modo que con gran dificultad pudo luego ponerse en pie. Después de esto, la cruel mujer le nombró barrendero de la casa y le dieron una escoba para que barriese el patio, con el encargo de que estuviese siempre limpio.

Para el pobre anciano empezó una existencia llena de amarguras y humillaciones; tenía que comer en la cocina y todo el día estaba ocupado barriendo el patio, porque apenas cometía la menor falta lo castigaban, apaleándolo en la cuadra.

-¡Qué mala mujer! -pensaba el desgraciado-. He conseguido para ella todo lo que ha deseado y me trata del modo más cruel, llegando hasta a negar que yo sea su marido.

Sin embargo, no duró mucho tiempo aquello, porque al fin se aburrió la vieja de su papel de mujer de gobernador. Llamó al anciano y le ordenó:

-Ve, viejo tonto, y dile al pez de oro que no quiero ser más mujer de gobernador; que quiero ser zarina.

Se fue el anciano a la orilla del mar y exclamó:

-¡Pececito, pececito! ¡Ponte con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia mí!

El Pez de oro se arrimó a la orilla y dijo:

-¿Qué quieres, buen viejo?

-¡Ay, pobre de mí! Mi mujer se ha vuelto aún más loca que antes; ya no quiere ser mujer de gobernador; quiere ser zarina.

-No te apures. Vuelve tranquilamente a casa y reza a Dios. Todo estará hecho.

Volvió el anciano a casa, pero en el sitio de ésta vio elevarse un magnífico palacio cubierto con un tejado de oro; los centinelas hacían la guardia en la puerta con el arma al brazo; detrás del palacio se extendía un hermosísimo jardín, y delante había una explanada en la que estaba formado un gran ejército. La mujer, engalanada como correspondía a su rango de zarina, salió al balcón seguida de gran número de generales y nobles y empezó a pasar revista a sus tropas. Los tambores redoblaron, las músicas tocaron el himno real y los soldados lanzaron hurras ensordecedores.

A pesar de toda esta magnificencia, después de poco tiempo se aburrió la mujer de ser zarina y mandó que buscasen al anciano y lo trajesen a su presencia.

Al oír esta orden, todos los que la rodeaban se pusieron en movimiento; los generales y los nobles corrían apresurados de un lado a otro diciendo: «¿Qué viejo será ése?».

Al fin, con gran dificultad, lo encontraron en un corral y lo llevaron a presencia de la zarina, que le gritó:

-¡Ve, viejo tonto; ve en seguida a la orilla del mar y dile al pez de oro que no quiero ser más una zarina; quiero ser la diosa de los mares, para que todos los mares y todos los peces me obedezcan!

El buen viejo quiso negarse, pero su mujer lo amenazó con cortarle la cabeza si se atrevía a desobedecerla. Con el corazón oprimido se dirigió el anciano a la orilla del mar, y una vez allí, exclamó:

-¡Pececito, pececito! ¡Ponte con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia mí!

Pero no apareció el pez de oro; el anciano lo llamó por segunda vez, pero tampoco vino. Lo llamó por tercera vez, y de repente se alborotó el mar, se levantaron grandes olas y el color azul del agua se obscureció hasta volverse negro. Entonces el Pez de oro se arrimó a la orilla y dijo:

-¿Qué más quieres, buen viejo?

El pobre anciano le contestó:

-No sé qué hacer con mi mujer; está furiosa conmigo y me ha amenazado con cortarme la cabeza si no vengo a decirte que ya no le basta con ser una zarina; que quiere ser diosa do los mares, para mandar en todos los mares y gobernar a todos los peces.

Esta vez el pez no respondió nada al anciano; se volvió y desapareció en las profundidades del mar.

El desgraciado viejo se volvió a casa y quedó lleno de asombro. El magnífico palacio había desaparecido y en su lugar se hallaba otra vez la primitiva cabaña vieja y pequeña, en la cual estaba sentada su mujer, vestida con unas ropas pobres y remendadas.

Tuvieron que volver a su vida de antes, dedicándose otra vez el viejo a la pesca, y aunque todos los días echaba su red al mar, nunca volvió a tener la suerte de pescar al maravilloso pez de oro.