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Sus compañeras de trabajo pensaron de ella que era una niña
bien,
mantenida por sus padres, sin ninguna necesidad de trabajar. “¿Pero tú
por qué estás aquí?”, le preguntaron alguna vez. “Cuando les cuento
que llegué a España nadando con solo 16 años no me creen”, afirma
Hafsa Zkirim, una joven marroquí de 19 años, inteligente y de sonrisa
fácil. “Me ven bien vestida, me ven sonriente y nadie se imagina lo
que pasé. Pero me gusta que piensen eso de mí”, se ríe la Hafsa de
ahora, la joven feliz, la centrada, la independiente. La Hafsa de hace
unos años, herida y perdida, está guardada
bajo llave, aunque se asome
de vez en cuando.
Hafsa Zkirim, que perdió a su madre al nacer y a su padre solo cuatro
años después, llegó desfallecida a
una playa de Ceuta a finales de
abril de 2021 después de casi tres horas en el agua. Dejaba atrás su
casa en Tetuán, donde sus hermanos ya habían diseñado un futuro para
ella sin ella: abandonar el colegio, trabajar más y un matrimonio
concertado. “Me maltrataban física y psicológicamente”, recuerda. Se
metió en el agua convencida: “O muero o llego”.
Zkirim se recuerda en la arena llorando y cómo la valentía se
convirtió en miedo durante las noches que tuvo que dormir en la playa.
O en las temporadas que pasó en el puerto, intentando colarse en un
ferry para llegar a la Península, con el resto de niños de la calle. O
en los centros de menores de los que se
escapaba colgada de una sábana
por temor a que la devolviesen a su casa. “Era otra Hafsa muy distinta
a la de ahora, vivía con mucha ansiedad”, cuenta.
Su paso por la ciudad autónoma coincidió con la entrada masiva de más
de 10.000 personas en mayo de 2021 y todo se complicó algo más. Ella
misma, sin techo, acabó pidiendo ayuda en una de esas naves donde
almacenaron a los cientos de niños que se colaron en la ciudad
autónoma en aquel episodio. “Fue lo peor que me ha pasado en la vida.
Decían que era mayor de edad y me pusieron con los mayores para
mandarme a Marruecos. Y yo llorando todo
el rato porque mis hermanos
me iban a matar si volvía. Todos los
días había peleas y solo nos
daban de comer leche y galletas”, recuerda. Pero sus pruebas
certificaron que era menor y gracias a una fórmula que se explora poco
en España, Ceuta mantuvo su tutela, aunque cedió la guardia a una
organización que la acogió en Madrid. Zkirim hizo cursos de cocina, de
camarera de pisos, de informática y de camarera de restaurante, el
mismo periplo formativo de tantos chavales que al cumplir los 18 años
se quedaban sin papeles y en la calle.
La suerte de Zkirim fue que, en noviembre de 2021, el Ministerio de
Migraciones cambió el reglamento de Extranjería para facilitar las
autorizaciones de residencia y trabajo a los menores migrantes
tutelados y a los jóvenes extutelados. Dice que su primer empleo en un
restaurante, ya mayor de edad, le cambió la vida. Los primeros días,
salía del trabajo y se aseaba en unas
duchas para personas sin hogar,
para luego ir a dormir a un parque, pero pronto encontró donde vivir
y, desde entonces, no ha parado de
trabajar. “Yo no tengo otra
opción”, advierte. Ahora es encargada del personal que hace de extras
en un espectáculo musical de Madrid. “A veces me siento muy orgullosa
de mí. Otras, me pregunto por qué me ha tocado vivir todo esto, poca
gente de mi edad ha pasado lo que he pasado yo... Vivir sin el apoyo
de mi familia, de mis amigos, sentirse sola de verdad es muy duro.
Pero ahora veo que puedo conseguir
lo que me proponga”, se felicita
mientras se acaricia el cuello, donde acaba de tatuarse un emoticono
sonriente.
Con la reforma del reglamento, las entidades a cargo de los menores
pasaron a tener un plazo de tres meses —y no de nueve— para solicitar
las autorizaciones de residencia. Al contrario de lo que ocurría
antes, ese permiso iba a permitir trabajar de forma automática.
También facilitó la obtención y la renovación de permisos de los que
cumplían los 18 años, un alivio a los requisitos leoninos, entre ellos
la independencia económica, que se les exigía.
Las ONG, varias comunidades autónomas y los expertos consideran un
éxito la iniciativa porque parte del problema del sinhogarismo y la
exclusión en España se estaba viendo agravada por la precariedad de
chavales que no lograban regularizar su vida después de años en el
país. A 31 de diciembre (los últimos datos disponibles), había 15.045
jóvenes de entre 16 y 23 años, tutelados o extutelados, con una
autorización de residencia que les permite trabajar. Casi el 70% son
marroquíes, seguidos por los gambianos, argelinos y senegaleses. El
cambio supuso dar la vuelta a la lógica de un sistema que invertía
durante años en la acogida y educación de miles de jóvenes para
después expulsarlos a la marginalidad.
Los tutelados y extutelados trabajan, por sus circunstancias, mucho
más que el resto de chicos de su edad. Entre los que han logrado sus
autorizaciones de residencia y trabajo, el 60% está dado de alta en la
Seguridad Social, mientras que la tasa de actividad en España entre
los jóvenes de 16 a 24 años es del 36%, según la Encuesta de Población
Activa. Esta diferencia también se ve entre jóvenes españoles y
extranjeros en general, independientemente de las circunstancias en
las que emigraron. La tasa de actividad entre la población joven
española es del 34%, mientras que la de los jóvenes extranjeros se
sitúa en el 48,6%.
Michel Bustillo, un referente para este colectivo, celebra que se haya
dejado de “relegar a estos chicos al campo” (se recurrió a ellos
facilitando papeles durante la pandemia). “Ahora los vemos en
restaurantes, en empresas de construcción, pero también en los grados
medios y superiores”, mantiene Bustillo, delegado de la ONG
Voluntarios Por Otro Mundo. “Ahora pueden alquilarse una casa, sacarse
el carné de conducir, visitar a sus familias… su proyecto de vida
avanza y están casi en igualdad de condiciones que el resto”,
reflexiona. Aunque aún hay algunos desafíos
que no dependen de cambios
legislativos. “La sociedad civil aún tiene unos prejuicios alimentados
por algunos partidos políticos que siguen criminalizando a los
chicos”, lamenta Bustillo.
En los márgenes, sin embargo, todavía quedan cientos de jóvenes.
Lourdes Reyzábal, presidenta de Fundación Raíces, señala alguno de los
problemas que aún persisten para que los chicos consigan su
documentación en el país de origen, y reclama más ayuda por parte de
las entidades que los tutelan. “Otros jóvenes, que alcanzan la mayoría
de edad con pasaporte y permiso de residencia y trabajo, se quedan en
la calle, porque no tienen ningún apoyo a la transición a la vida
adulta por parte de las comunidades autónomas y la policía les para
una y otra vez”, explica Reyzábal. “Esto les genera antecedentes
policiales, que no penales, y solo por ello y en contra de lo previsto
en el reglamento, les deniegan la renovación de su tarjeta, dejándoles
en situación irregular”.
Mamadou Moussa Sow fue uno de esos miles de jóvenes que lograron
regularizarse con el cambio del reglamento y, en seguida, empezó a
trabajar. Las oportunidades están contadas para chicos como él. Este
joven guineano, que ahora tiene 23 años, llegó a Almería con solo 15 y
pasó su adolescencia pleiteando para que reconociesen su minoría de
edad. Cuando lograba que le acogiesen en un centro de menores, una
resolución de la Fiscalía insistía en que era mayor de edad. El
Supremo acabó dándole la razón
cuando ya había cumplido 18 años y
estaba sin papeles. “Fue una época muy complicada. Pasé más de cuatro
años en los que ni siquiera podía
comprar un pantalón, mi familia se
enfermaba y yo no podía ayudarles… Es una historia que nunca se borra,
aunque yo ahora esté bien”, cuenta en la terraza de un bar de Madrid.
En el camino de Sow, como en el de Zkirim, se cruzó la Fundación
Raíces, que lleva más de 20 años apoyando a los niños que emigran
solos. Por su programa de formación Empleo Conciencia han pasado ya
decenas de jóvenes que ahora trabajan en restaurantes de postín, una
iniciativa que les ayuda en su transición a la vida adulta y que ha
sido premiada por el Ministerio de Derechos Sociales. Tras sus
prácticas en dos restaurantes, Sow comenzó a trabajar en diciembre del
año pasado en DSTAge, el restaurante del chef Diego Guerrero, con dos
estrellas Michelín. “Yo tenía experiencia, pero nunca había trabajado
en un restaurante de tanta exigencia. Al principio me reía al ver las
porciones tan pequeñas, ahora explico perfectamente cada menú de hasta
22 platos”, cuenta. Y se recrea con sus favoritos: el flan sin huevo
que ningún cliente es capaz de adivinar que está elaborado con el
colágeno de los tendones de la ternera o el falso queso, que en
realidad es un boniato inoculado con un hongo. Su sueño es, algún día,
abrir un restaurante.
Mohamed Bouyajghal, de 24 años, atiende la videollamada en plena
mudanza desde Jérez de la Frontera. Está exultante,
se ha comprado una
casa con su novio. La van a llenar de plantas. Bouyajghal emigró a
España en 2016, cuando tenía 17 años. Su peaje hasta conseguir un
contrato gracias a la reforma fue el de la explotación. “En hostelería
he trabajado tantas horas gratis… Me despertaba a las seis de la
mañana y trabajaba todo el día y luego me iba a otro trabajo hasta las
ocho de la mañana. Todo sin contrato”, relata. “Lloraba en silencio,
estaba tan agotado y no tenía a quién contarle mis problemas…”, cuenta
al otro lado de la cámara. “Mi primer contrato llega solo después del
cambio de reglamento”, señala.
Bouyajghal es una celebridad local por sus logros en el boxeo (ha sido
campeón de Cataluña y de Andalucía de súper ligeros). Su trabajo, en
la cocina de un restaurante de un club de golf, no le deja mucho
tiempo para practicar su pasión, pero no tiene prisa. “Estoy mejor de
lo que he estado nunca”, asegura. “Tengo muchos sueños”.