Vuelve el Santo Oficio
Por Fernando Savater
Por supuesto, no es el caso presentar argumentos a favor o
en contra de mantener las corridas de toros, como suele decirse: quienes tienen
que justificar la insólita medida son los que han decidido prohibirlas
parlamentariamente. Hay gente a la que le gustan los toros y otros muchos que
no han pisado una plaza en su vida o que sienten repugnancia por la fiesta: es
la diversidad de los hijos de Dios. Pero que un Parlamento prohíba una
costumbre arraigada, una industria, una forma de vida popular... es algo que
necesita una argumentación muy concluyente. La que hemos oído hasta la fecha
dista mucho de serlo.
¿Son las corridas una forma de maltrato animal? A los
animales domésticos se les maltrata cuando no se les trata de manera acorde con
el fin para el que fueron criados. No es maltrato obtener huevos de las
gallinas, jamones del cerdo, velocidad del caballo o bravura del toro. Todos
esos animales y tantos otros no son fruto de la mera evolución sino del
designio humano (precisamente estudiar la cría de animales domésticos inspiró a
Darwin El origen de las especies). Lo que en la naturaleza es resultado de
tanteos azarosos combinados con circunstancias ambientales, en los animales que
viven en simbiosis con el hombre es logro de un proyecto más o menos definido.
Tratar bien a un toro de lidia consiste precisamente en lidiarlo. No hace falta
insistir en que, comparada con la existencia de muchos animales de nuestras
granjas o nuestros laboratorios, la vida de los toros es principesca. Y su
muerte luchando en la plaza no desmiente ese privilegio, lo mismo que seguimos
considerando en conjunto afortunado a un millonario que tras sesenta o setenta
años a cuerpo de rey pasa su último mes padeciendo en la UCI.
¿Son inmorales las corridas de toros? Dejemos de lado esa
sandez de que el aficionado disfruta con la crueldad y el sufrimiento que ve en
la plaza: si lo que quisiera era ver sufrir, le bastaría con pasearse por el
matadero municipal. Puede que haya muchos que no encuentren simbolismo ni arte
en las corridas, pero no tienen derecho a establecer que nadie sano de espíritu
puede verlos allí. La sensibilidad o el gusto estético (esa "estética de
la generosidad" de la que hablaba Nietzsche) deben regular nuestra
relación compasiva con los animales, pero desde luego no es una cuestión ética
ni de derechos humanos (no hay derechos "animales"), pues la moral
trata de las relaciones con nuestros semejantes y no con el resto de la
naturaleza. Precisamente la ética es el reconocimiento de la excepcionalidad de
la libertad racional en el mundo de las necesidades y los instintos. No creo
que cambiar esta tradición occidental, que va de Aristóteles a Kant, por un
conductismo zoófilo espiritualizado con pinceladas de budismo al baño María
suponga progreso en ningún sentido respetable del término ni mucho menos que
constituya una obligación cívica.
¿Es papel de un Parlamento establecer pautas de
comportamiento moral para sus ciudadanos, por ejemplo diciéndoles cómo deben
vestirse para ser "dignos" y "dignas" o a que espectáculos
no deber ir para ser compasivos como es debido? ¿Debe un Parlamento laico, no
teocrático, establecer la norma ética general obligatoria o más bien debe
institucionalizar un marco legal para que convivan diversas morales y cada cual
pueda ir al cielo o al infierno por el camino que prefiera? A mí esta
prohibición de los toros en Cataluña me recuerda tantas otras recomendaciones o
prohibiciones semejantes del Estatut, cuya característica legal más notable es
un intervencionismo realmente maníaco en los aspectos triviales o privados de
la vida de los ciudadanos.
En cambio no estoy de acuerdo en que se trate de una toma de
postura antiespañola. No señor, todo lo contrario. El Parlamento de Cataluña
prohíbe los toros pero de paso reinventa el Santo Oficio, con lo cual se
mantiene dentro de la tradición de la España más castiza y ortodoxa.
Fernando Savater es escritor. En septiembre aparecerá
su libro Tauroética, un ensayo sobre nuestro trato con los animales y
la cuestión taurina.
* Este articulo apareció en la edición impresa del Jueves,
29 de julio de 2010
http://elpais.com/diario/2010/07/29/revistaverano/1280354402_850215.html
Más toros
Por Manuel Vicent
Ya están de nuevo aquí los puyazos, las estocadas, los descabellos, los vómitos de sangre, donde abrevarán las moscas bajo el flamear de la bandera de España; ha comenzado la temporada taurina en las Ventas, el rito brutal y a la vez manierista, que convertirá la tortura y la muerte en un espectáculo moral. Lo menos que se puede decir de la fiesta degradante de los toros es que está fuera de época. Éste ya no es el país de gente desdentada y patilluda que alcanzaba la gloria metiéndose entre pecho y espalda vino de bota mientras un torero, a cuchillada limpia, hacía un estofado sobre un animal para solazarle y afirmar al mismo tiempo los valores de la raza. La estética de masas ahora se congrega alrededor de unos héroes que son campeones de motos, de fórmula 1, de rallies, de baloncesto, de tenis, de golf, de futbol, de atletas con medallas olímpicas, que obligan a la bandera nacional a subir una y otra vez al mástil. Puestos a ser patriotas, ése es el mejor homenaje que hoy da prestigio a la bandera de un país moderno, no los desfiles ni las palabras altisonantes, que son baratas, y menos aún que ondee sobre una carnicería. En las gradas de los estadios hay una juventud que ha tomado ya muchas proteínas, que viaja, estudia, hace deporte o revienta en las noches del fin de semana en las discotecas, pero que en todo caso está ya muy lejos de las cazuelas de pajaritos fritos de las tabernas taurinas y del pringue del desolladero. Vista desde las gradas de los estadios, desde las aulas y los laboratorios, desde los campos de deporte donde los jóvenes sueñan con el éxito profesional o con conseguir un récord deportivo, la corrida de toros aparece como una antigualla sangrienta, propia de un pueblo insensible que aún se regodea con la violencia. Este espectáculo baja varios niveles más en la degradación cuando abandona las plazas oficiales y se convierte en capeas populares con toros de fuego, ensogados, alanceados, sometidos a todas las miserias que se le ocurren a unos mozos en honor a su santa patrona. El toro no es una fiera, no como carne, pero ha tenido mala suerte en España. Estos días se ha hecho público el propósito de presentar ante el Parlament de la Generalitat de Catalunya dos proposiciones de ley para prohibir la fiesta de los toros en su territorio. Si esta iniciativa prospera no habrá que verla como un paso más en su lucha por la independencia, sino como una prueba de que Catalunya es un pueblo evolucionado, que tira del resto de España hacia la modernidad.
* Este articulo apareció en la edición impresa del Domingo, 7 de mayo de 2006
Por Antonio Lorca
No; yo no soy un torturador, ni un maltratador, ni disfruto con la violencia o la visión de la sangre. No soy un gánster aceitoso de tercera división, ni un pícaro chorizo, ni un señorito latifundista ni un patriota de puro y clavel, como el admirado Manuel Vicent califica a los aficionados a los toros.
Solo soy un ciudadano (de izquierdas o de derechas, ¿a quién le importa?) que está muy orgulloso de pertenecer a una cultura en la que el toro bravo es protagonista de un modo de entender la belleza. Y acepto que otros no lo entiendan así.
Pero lo que me sorprende es que personas relevantes dividan el mundo entre buenos y malos, y establezcan un podio ético para los antitaurinos, desde el que miran con profundo desprecio a quienes acudimos a una plaza de toros.
¿Qué les escandaliza de la fiesta? Sin duda, la supuesta violencia contra el animal, la sangre derramada, la muerte real… Es verdad que una corrida de toros es un espectáculo cruento, siempre caro, generalmente incómodo, y, a veces, maloliente. Pero como la vida misma, solo que nuestra existencia está edulcorada por el buenismo imperante de lo políticamente correcto.
Se ha escrito recientemente en este periódico que ‘las plazas de toros pronto serán mostradas por los guías turísticos como espacios donde antiguamente se celebraba una carnicería que algunos llamaban cultura’.
¿Las plazas de toros? Seguro que su autor no ha cruzado la carretera M-30 por el puente de Ventas, que cada noche es utilizado como dormitorio por un grupo de inmigrantes apiñados, mal vestidos y mugrientos. Sin duda, pronto, ese lugar será mostrado por los guías como un espacio en el que se hacinaban a miserables seres humanos mientras algunos lo llamaban solidaridad porque se les ofrecían unas mantas para justificar la mala conciencia colectiva. Pero los inmigrantes no dejan rastro de sangre en el puente, aunque su situación es un maltrato inhumano.
Las generaciones venideras nos juzgarán, también, por las miles de personas dependientes que mueren sin recibir la ayuda necesaria (33.000 andaluces con gran dependencia están en lista de espera). Claro que la culpa no es nuestra, sino del Gobierno de turno que recorta las prestaciones.
Muchos prestigiosos antitaurinos no ven la tele en horario infantil. Pues hay que sentarse delante de la caja tonta para sentirse trastornado ante la avalancha de violencia, sangre y maldad de películas, series y dibujos animados. Pero todo es inventado y la sangre no es de verdad, sino salsa de tomate. Ya…
Los antitaurinos no se entretienen, al parecer, con los videojuegos. Coincido en la piscina con dos jóvenes que cada mañana se cuentan con morboso entusiasmo a cuántos enemigos han conseguido abatir con sus mortíferas máquinas tecnológicas. ¡Pero eso es una chiquillada…!
¿Les gusta el cordero lechal, el cochinillo, la langosta? ¿A quién no? ¿Y no le da pena que maten a cuchillo al corderito de Norit, tan chiquitín, con esa carita tan dulce? ¿O que abran en canal al cochinillo corretón que parece un juguete? ¿O que hiervan viva a la langosta, que estaba tan confiada en su acuario hasta que llegaste tú y la señalaste con el dedo mortal: póngame esta?
Nuestra civilización es hipócrita, hortera, tercermundista, insolidaria, egoísta y violenta… Ese es el mundo en el que vivimos.
¿Qué pasaría si desaparecieran las corridas de toros? ¿Seríamos mejores personas? ¿Viviríamos en un mundo más humano?
Quedaría exterminado un animal único y se cercenarían los respetables derechos de una inmensa minoría de ciudadanos; pero ya está. Continuarían los inmigrantes en el puente de Ventas, seguirían muriendo dependientes por falta de recursos, la televisión continuaría escupiendo mucha maldad y toneladas de salsa de tomate, y mis compañeros nadadores aumentarían cada mañana su lista de muertos en combate. Ah!, y nadie salvaría del matadero a los entrañables corderitos y cochinillos, a los que hemos condenado a la parrilla en aras de nuestro bienestar.
Soy aficionado a los toros desde que era un mico, y nunca me ha asaltado un ánimo torturador, ni he sentido placer alguno en el dolor ajeno. Es más, no conozco a ningún aficionado a los toros con aviesas intenciones derivadas de su devoción. Me sorprende cada día, sin embargo, cómo supuestos defensores de los animales se esconden en el cobarde anonimato y destilan odio, desean la muerte y las más horripilantes desgracias a quienes se visten de luces.
Está visto que es más fácil ser antitaurino violento que una persona cabal. No obstante, respetables son todos aquellos que no disfrutan con esta fiesta; respetables son todos los que desean otro mundo donde no se esclavicen a los seres humanos ni a los animales.
Las posturas extremas no son más que caretas hipócritas que pretenden esconder nuestras miserias y ofrecer mantas a los inmigrantes sin presente.
En el año 1929, el torero Ignacio Sánchez Mejías pronunció una conferencia en la Universidad de Columbia en Nueva York y dijo: ‘Cuando la humanidad esté en un grado tal de civilización que no quede ninguna crueldad, entonces sería cosa de hablar de suprimir las corridas de toros. Pero mientras los seres humanos hablen tranquilamente del número de hombres que cada nación puede matar en un momento determinado, hablar de la crueldad de las corridas de toros es ridículo’.
Y el papa Francisco, hace solo unos días, apostilló: ‘Hay quien siente compasión por los animales, pero se olvida del vecino’.
Pues, eso, que diría el recordado maestro Vidal.
No; yo no soy un torturador, ni un maltratador, ni disfruto con la violencia o la visión de la sangre. No soy un gánster aceitoso de tercera división, ni un pícaro chorizo, ni un señorito latifundista ni un patriota de puro y clavel, como el admirado Manuel Vicent califica a los aficionados a los toros.
Solo soy un ciudadano (de izquierdas o de derechas, ¿a quién le importa?) que está muy orgulloso de pertenecer a una cultura en la que el toro bravo es protagonista de un modo de entender la belleza. Y acepto que otros no lo entiendan así.
Pero lo que me sorprende es que personas relevantes dividan el mundo entre buenos y malos, y establezcan un podio ético para los antitaurinos, desde el que miran con profundo desprecio a quienes acudimos a una plaza de toros.
¿Qué les escandaliza de la fiesta? Sin duda, la supuesta violencia contra el animal, la sangre derramada, la muerte real… Es verdad que una corrida de toros es un espectáculo cruento, siempre caro, generalmente incómodo, y, a veces, maloliente. Pero como la vida misma, solo que nuestra existencia está edulcorada por el buenismo imperante de lo políticamente correcto.
Se ha escrito recientemente en este periódico que ‘las plazas de toros pronto serán mostradas por los guías turísticos como espacios donde antiguamente se celebraba una carnicería que algunos llamaban cultura’.
¿Las plazas de toros? Seguro que su autor no ha cruzado la carretera M-30 por el puente de Ventas, que cada noche es utilizado como dormitorio por un grupo de inmigrantes apiñados, mal vestidos y mugrientos. Sin duda, pronto, ese lugar será mostrado por los guías como un espacio en el que se hacinaban a miserables seres humanos mientras algunos lo llamaban solidaridad porque se les ofrecían unas mantas para justificar la mala conciencia colectiva. Pero los inmigrantes no dejan rastro de sangre en el puente, aunque su situación es un maltrato inhumano.
Las generaciones venideras nos juzgarán, también, por las miles de personas dependientes que mueren sin recibir la ayuda necesaria (33.000 andaluces con gran dependencia están en lista de espera). Claro que la culpa no es nuestra, sino del Gobierno de turno que recorta las prestaciones.
Muchos prestigiosos antitaurinos no ven la tele en horario infantil. Pues hay que sentarse delante de la caja tonta para sentirse trastornado ante la avalancha de violencia, sangre y maldad de películas, series y dibujos animados. Pero todo es inventado y la sangre no es de verdad, sino salsa de tomate. Ya…
Los antitaurinos no se entretienen, al parecer, con los videojuegos. Coincido en la piscina con dos jóvenes que cada mañana se cuentan con morboso entusiasmo a cuántos enemigos han conseguido abatir con sus mortíferas máquinas tecnológicas. ¡Pero eso es una chiquillada…!
¿Les gusta el cordero lechal, el cochinillo, la langosta? ¿A quién no? ¿Y no le da pena que maten a cuchillo al corderito de Norit, tan chiquitín, con esa carita tan dulce? ¿O que abran en canal al cochinillo corretón que parece un juguete? ¿O que hiervan viva a la langosta, que estaba tan confiada en su acuario hasta que llegaste tú y la señalaste con el dedo mortal: póngame esta?
Nuestra civilización es hipócrita, hortera, tercermundista, insolidaria, egoísta y violenta… Ese es el mundo en el que vivimos.
¿Qué pasaría si desaparecieran las corridas de toros? ¿Seríamos mejores personas? ¿Viviríamos en un mundo más humano?
Quedaría exterminado un animal único y se cercenarían los respetables derechos de una inmensa minoría de ciudadanos; pero ya está. Continuarían los inmigrantes en el puente de Ventas, seguirían muriendo dependientes por falta de recursos, la televisión continuaría escupiendo mucha maldad y toneladas de salsa de tomate, y mis compañeros nadadores aumentarían cada mañana su lista de muertos en combate. Ah!, y nadie salvaría del matadero a los entrañables corderitos y cochinillos, a los que hemos condenado a la parrilla en aras de nuestro bienestar.
Soy aficionado a los toros desde que era un mico, y nunca me ha asaltado un ánimo torturador, ni he sentido placer alguno en el dolor ajeno. Es más, no conozco a ningún aficionado a los toros con aviesas intenciones derivadas de su devoción. Me sorprende cada día, sin embargo, cómo supuestos defensores de los animales se esconden en el cobarde anonimato y destilan odio, desean la muerte y las más horripilantes desgracias a quienes se visten de luces.
Está visto que es más fácil ser antitaurino violento que una persona cabal. No obstante, respetables son todos aquellos que no disfrutan con esta fiesta; respetables son todos los que desean otro mundo donde no se esclavicen a los seres humanos ni a los animales.
Las posturas extremas no son más que caretas hipócritas que pretenden esconder nuestras miserias y ofrecer mantas a los inmigrantes sin presente.
En el año 1929, el torero Ignacio Sánchez Mejías pronunció una conferencia en la Universidad de Columbia en Nueva York y dijo: ‘Cuando la humanidad esté en un grado tal de civilización que no quede ninguna crueldad, entonces sería cosa de hablar de suprimir las corridas de toros. Pero mientras los seres humanos hablen tranquilamente del número de hombres que cada nación puede matar en un momento determinado, hablar de la crueldad de las corridas de toros es ridículo’.
Y el papa Francisco, hace solo unos días, apostilló: ‘Hay quien siente compasión por los animales, pero se olvida del vecino’.
Pues, eso, que diría el recordado maestro Vidal.
Un vídeo de José Tomás muy interesante. ¿Qué consejos le da el experto?