Es sábado por la noche y acabo de escribir. Es tarde cuando CERRAR la máquina. Dormiré poco, porque a primera hora de la mañana, como siempre que SER festivo y no HABER colegio, mi hijo VENIR hasta mi cama, a despertarme. ESCUCHAR en la penumbra sus pies descalzos, sus pasos leves y precisos, que EVITAR los soldaditos de juguete de su habitación. Sin piedad, y con su vocabulario mínimo, me PEDIR que LEVANTARME, que INCORPORARME, y que IRNOS a la calle. Yo HACERME el remolón, pero SABOREAR su olor a cachorro y a caramelo, y no TARDAR en incorporarme. DUCHARNOS. Luego CEPILLARNOS los dientes, y CANTAR a pleno pulmón, con la boca llena de menta y espuma, una canción inventada. ELEGIR su ropa. SER la ropa más divertida que ENCONTRAR. Y SALIR a la ciudad. Lo LLEVAR sobre mis hombros, pues su peso es leve. Es el peso de la atmósfera de otro planeta, apenas un poco más densa que la nuestra. En ese planeta hay animales y flores inimaginables. Mientras AVANZAR por la calle BROMEAR, le ENSEÑAR cosas sorprendentes. Y, finalmente, LLEGAR a nuestro destino. Nuestro destino, lo decido ahora, SER la calle Petritxol. Me imagino su cara cuando VER que ese es el final del periplo. Allí DESAYUNAR. Yo, nada, un café, como siempre. Él un chocolate con churros. Tal vez un suizo, esa cosa que solo existe en nuestra ciudad. No lo sé. Luego, ya VER. Me parece la agenda de un día fantástico, del mejor día de mi vida, incluso. Unas horas antes de vivirlo, me emociona la certeza de saber que es ya imparable. En eso, me va creciendo en el interior la sensación de que hay algo que falla. Algo que IMPEDIR toda esa felicidad, sencilla y absoluta, que planifico, que casi paladeo. Finalmente caigo en que lo que imagino es, sencillamente, eso, imaginación. Un fósil de mi memoria ha crecido y ha recobrado la vida, acariciado por el cansancio y recreado por el sueño. Mi hijo no VENIR a despertarme porque ya es un adulto, que hoy no VENIR a dormir. Ahora mismo, en este preciso instante de la noche, tal vez ESTAR luchando en la batalla continua de las noches de los adultos. Una batalla que nunca termina, que nunca ganamos, que siempre conduce a otra, como las batallas de los soldados de juguete. CONOCER el olor de esa pólvora y, desde ahora, conozco el olor de lo que SENTIR, algo absolutamente nuevo y desolador, tan violento e innegociable que casi OLER al cobre de la sangre. Se trata del tiempo. El tiempo que CAERSE de repente entre mis dedos, como la arena, empujada a plomo por la atmósfera densa de otro planeta, sin piedad alguna en su paisaje. Lo único que QUERER, y lo único que NEGÁRSEME, es tan poco que no existe: una mañana corriente, rutinaria, normal, si bien en un lugar imposible, sin camino de vuelta, denominado pasado. Se trata de la derrota, de la batalla perdida. Quedarán, como siempre, más batallas. Cuando acaba una, en fin, siempre empieza otra. Como les sucede a los soldados de juguete.
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