Estamos en los años ochenta y los protagonistas de este cuento real son dos jóvenes estudiantes de periodismo que pretendían abrirse camino en la profesión, empezando por el mundo de las colaboraciones mal pagadas de los medios. Una entrevista diferente, un reportaje interesante, pensaban, podían ser sus armas. Les sobraban ganas, ideas y arrojo. Habían leído, y admiraban, a un escritor que entonces no solía aparecer en los periódicos, Rafael Sánchez Ferlosio, se documentaron, se prepararon y fueron a buscarlo.
Supieron que tenía una casa en Coria donde pasaba temporadas y allí se presentaron una Semana Santa, sin avisar y sin encomendarse a nadie. Pasaron Plasencia y llegaron al pueblo. Lo primero que hicieron, previsores, fue apalabrar una habitación en una pensión económica. Tras dejar en ella las bolsas de viaje, preguntando, llegaron a una casa solariega con una gran puerta de madera que cerraba un jardín de paredes altas y recias. Unos golpes tímidos con la aldaba les parecieron estruendosos, pero apenas se debieron oír en el interior. Pasaron unos minutos y repitieron la llamada, esa vez un poco más fuerte, algo más decidida. Entonces se oyó que alguien se acercaba desde dentro.
Se abrió la puerta y era el mismo Rafael Sánchez Ferlosio, que preguntó, educado, qué deseaban los jóvenes visitantes. La pareja dudó, dieron las buenas tardes, se miraron, quizá tartamudearon, pero acabaron informando de que eran periodistas y querían concertar con él una entrevista.
–Pero yo no hago entrevistas. No hablo con los periódicos.
Dijo, medio hosco y muy convencido, el escritor. Y ahí se fue al suelo todo el atrevimiento de los intrépidos reporteros. Acertaron torpemente a insistir un poco, pero siguió negando con la cabeza y pensaron que no quedaba más remedio que despedirse, volver sobre sus pasos y dedicar el resto de la semana a conocer aquella zona del noreste de Extremadura.
Entonces él reiteró amablemente, como si se justificara, que no daba entrevistas, que hacía tiempo que lo tenía decidido. Y sin pausa, como si formara parte de la propia explicación, preguntó dónde se alojaban. Cuando indicaron el nombre de la pensión, se empeñó en acompañarlos. La pareja de jóvenes aprendices de periodistas, atolondrados, se intentaron defender de la amabilidad del escritor. No sirvió de nada, los escoltó hasta la casa de huéspedes con la firme intención de que recogieran sus pertenencias y alojarlos en su propia casa. Explicaba, obsequioso, que, ya que se habían desplazado tan lejos y no podía atender su petición, qué menos que ofrecerles su hospitalidad.
El mismo escritor presentó sus respetos a la señora de la pensión, para añadir que los jóvenes eran invitados suyos. La mujer se encogió de hombros algo malhumorada, puede que no osara contradecir a la conocida figura, pero acababa de perder unos clientes. El caso fue que Rafael Sánchez Ferlosio se los llevó a su casa, un antiguo palacio de la casa de Alba, y pidió a una señora que parecía empleada que preparara la habitación de su padre.
No salía la joven pareja de su pasmo. El padre al que se refería el escritor era Rafael Sánchez Mazas, también escritor, ensayista, intelectual e ideólogo del fascismo español, miembro fundador de Falange, el inventor del grito, ¡Arriba España! Su habitación era una inmensa sala, tapizada de libros encuadernados en piel, llena de candelabros y de lámparas de brazos enormes, con un escritorio imponente, con cantidad de mesitas auxiliares, y adornos y recuerdos de viajes y de regalos, y una descomunal cama con dosel, a los pies de la cual dejaron sus sendas bolsitas de viaje. El ya anfitrión les indicó la puerta que comunicaba con el baño, les dejó que se acomodaran y propuso que cuando estuvieran preparados los llevaría a conocer el pueblo.
Se miraron atónitos, desbordados, cuando los dejó solos, sin saber cómo moverse en semejante habitáculo lleno de libros, de adornos, de historia, de cosas caras y solemnes. Andaban con pasos que apenas se posaban en el suelo y ni sacaron sus cosas de las mochilas.
Luego sabrían, se lo dijo él, que se había acercado Ferlosio a la puerta de la habitación, que había tocado, pero que, al no obtener respuesta, los dejó que descansaran más. Estaban aturdidos, alucinados, temiendo que se rompiera un objeto con solo mirarlo, preguntándose cómo era posible que estuvieran en aquel lugar. Y resulta que el autor admirado no se atrevió a llamar más fuerte a la puerta.
Por fin salieron los tres de la casona y el autor de El Jarama se encargó de hacerles de guía turístico de Coria: les enseñó las murallas romanas, les contó de los orígenes vetones de la ciudad, les mostró el castillo, patearon sus calles irregulares y estrechas. Caminaba resuelto, hablador, con los jóvenes embobados a su lado, observados por la gente que se asomaba a las puertas de las casas o con la que se cruzaban. Pero el mapa del pueblo trazado en el paseo propuesto por el escritor apenas tenía estaciones en los monumentos, se dirigió a la casa de una señora que hacía helados artesanos.
–Tenéis que probarlos.
La ciencia de la señora consistía en dar vueltas pacientemente, con su mano, a un recipiente posado sobre un gran cacharro lleno de hielo. Los probaron, y por la fruición con la que el escritor dio cuenta del suyo, y por la simpatía que demostró tenerle la señora María, se vio que era esa una visita habitual. Conocía la vida de la mujer, la de sus hijos, la de su casi manual fábrica de helados, y la contó como si fuera un paisano más de la villa.
Ceremonioso, amable, y como si no tuviera otra cosa que hacer, fue conduciendo a la pareja de novatos periodistas de nuevo a su casa. Les sugirió que se preparasen, refresca por la noche, indicó, para salir a cenar. Al rato tocó quedamente en la puerta de la habitación de su padre. Salieron y los llevó a un restaurante del centro de Coria. Lo conocían y los pusieron en una mesa discreta. Ninguno de los comensales levantó la mirada, o era un habitual del sitio o no lo conocían. Pareció encontrarse en el local tan cómodo como en la casa de la señora de los helados.
Para la pareja era tan incómoda como increíble la situación. Los tenía obnubilados con su hospitalidad, por su trato. Tan grande y tan sencillo, tan importante y tan cercano. Estaban encantados y agradecidos, pero ¿podrían hacer preguntas? O solo debían hablar de los helados y de la historia de Coria. El mismo se fue abriendo. Todo lo hacía fácil. Le hicieron muchas preguntas y contestó a todas. De sus libros, de su padre, de su familia, de política, del poder, de literatura, de su manera de escribir, de sus gustos, de sus manías, de la economía. Del grupo de sus amigos de los años cincuenta, Ignacio Aldecoa, Jesús Fernández Santos o Carmen Martín Gaite, su primera esposa.
Renegaba humildemente, pero convencido, sin un ápice de falsa modestia, de sus libros, cosa que sorprendió mucho, casi escandalizó, a unos lectores entregados como los que compartían cena con él. Tronó sobre todo contra El Jarama, no así contra Alfanhuí. “No me gusta nada El Jarama –dijo a sus incrédulos acompañantes– Quizá algo el lenguaje. Eso sí lo cuidé. Pero es un libro pelmazo, no tiene ni pies ni cabeza. Alfanhuí se puede perdonar”. Eso dijo de la historia mágica del niño de los ojos amarillos, como los alcaravanes*: que se podía perdonar. Pero poco más, porque aseguró que en aquel momento no le importaba nada la literatura, “lo que me interesa es la gramática”.
Comía Rafael Sánchez Ferlosio como un solitario. Echado sobre el plato, como con prisa, agarrando con fuerza la cuchara, sorbiendo con cierta ansia. Luego dejaba el cubierto en la mesa, se rascaba la cabeza y contaba. O se extrañaba de que tuvieran los jóvenes interés por su persona, o de la agitación de Madrid, de la vida de Coria o de los helados de la señora María. Tenía una mirada intensa, huraña podría parecer. Una imagen en contradicción con su actitud, su hospitalidad, su sensibilidad, su trato a dos desconocidos invasores a quienes parecía pedir disculpas por no tratarlos todavía mejor. Mojaba el pan en el plato y rebañaba. Luego miraba el plato vacío y sonreía, entrañable. Por alguna razón se habló de aficiones, de entretenimientos. Confesó entonces que le gustaban mucho las ferreterías. Su cara se iluminaba de dicha al decir que pasaba buenos ratos mirando herramientas y útiles y puntas y tornillos y llaves inglesas o Allen y grapas, martillos, serruchos. Hacía el listado de cosas que se podían encontrar en un sitio así y que le producían tanto contento.
En aquel tiempo mandaba en el gobierno Felipe González y concedió que no era precisamente santo de su devoción, pero aquí no se está reproduciendo una entrevista que no se escribió nunca, se describe un encuentro único, una experiencia que sólo pudieron contar a los amigos, probablemente uno de los mejores momentos periodísticos de sus vidas.
Intentaron pagar la cuenta de la cena, dudando para sus adentros si su economía les alcanzaría, pero Sánchez Ferlosio cortó en seco su pretensión. Sacó su cartera y se arregló con el camarero.
–Si no os doy la entrevista qué menos que os invite a cenar.
A cenar, al helado artesano, al paseo y al palacio de su familia. Y a un encuentro inolvidable. Volvieron a la casa, dieron buenas noches y se recogieron. Pasó la pareja la noche sin apenas dormir, aturdidos, acurrucados en aquella cama inmensa donde había dormido Sánchez Mazas. Se atrevieron a tocar con delicadeza los volúmenes, muchos dedicados, para ojearlos, con cuidado de dejarlos exactamente como estaban, procurando no hacer un ruido que perturbara aquella especie de santuario. Tenían la mejor entrevista que se le hubiera hecho nunca a Rafael Sánchez Ferlosio, decía uno. Esto sí que es hacer periodismo, decía el otro. Jubilosos, achispados de ilusión, repasando el encuentro, degustando cada momento de la cena. Sólo que nunca podrían escribirlo, se quedaría solo para ellos. Y ambos coincidieron en que era así, nunca podrían publicarlo. Lo que habían escuchado, lo que habían descubierto, se quedaría en sus notas mentales. Ni siquiera hizo falta que el escritor les indicara que todo había sido off the record.
A la mañana siguiente los esperaba para desayunar con ellos en el salón del palacete. Después dejaron Coria como la experiencia más alucinante.
Pasado el tiempo, los dos jóvenes estudiantes se convirtieron en periodistas y ejercieron la profesión. Él haría muchas entrevistas, también a Rafael Sánchez Ferlosio cuando publicó más libros y decidió hablar con la prensa, pero la que hicieron en Coria nunca llegó al papel. Ni puede llegar. Este recuerdo del encuentro, tan intenso, solo quiere ser un homenaje entregado al gran escritor y pensador que acaba de morir.
Sí se cuenta, no obstante, lo que contó de su hija Marta, a la que adoraba. Imposible distinguir hoy si lo relató en aquella cena del restaurante del centro de Coria o en alguna de las entrevistas, ya con grabadora, que él le haría después. Rafael Sánchez Ferlosio siempre tuvo ese aspecto desaliñado, entre algo loco y pordiosero. Eso hacía que lo miraran con cierta desconfianza. Describía divertido que se iba con Marta al Retiro, él con un abrigo grande y un sombrero destartalado. Se separaban y se encontraban entre los árboles. Entonces los guardias del Retiro le llamaban la atención, “eh, oiga”, mientras padre e hija se partían de la risa.
Hace unos meses ella se lo encontró en la sala de espera de un consultorio médico de la madrileña calle López de Hoyos, cerca de su último domicilio. Con el mismo aspecto, con el mismo aura, con sus ojos intensos, uno poco más rendido. Recordó emocionada el encuentro en su casa de Coria. Pensó acercarse, pero habían pasado casi cuarenta años. No había cambiado nada, ni la admiración ni el respeto, se le ocurrió que ya lo habían molestado bastante entonces.